viernes, 8 de abril de 2011

LA CARRETERA


Los recuerdos que aún conservo respecto a los viajes que hacíamos en familia incluyen algunas desventuras relacionadas a malestares que a menudo sufría durante el periplo. Como a todo niño –o la mayoría quizás– me gustaba que mis padres me llevaran de paseo fuera de casa y, si era posible, también fuera de la ciudad. Las primeras salidas fueron traumáticas, puesto que de repente empezaba a marearme –lo cual ocurría con mayor prontitud en carreteras más sinuosas– y al mareo se le unía un fuerte dolor de cabeza y las detestables náuseas, mismas que desembocaban, inevitablemente y la mayoría de veces, en vómito. Sentía mucha vergüenza cuando finalmente regurgitaba lo poco o mucho que hubiese comido previo al viaje. Pero qué podía hacer?  Quizás un par de cosas, las cuales funcionaron bien posteriormente, aunque no siempre. Antes de salir de casa me tomaba una pastilla contra la náusea y me llevaba en una bolsita plástica un limón cortado a la mitad, para chuparlo cuando iniciaran los malestares.

Pero si de viajes difíciles se trata, lo mío era de lo más divertido si consideramos los traslados en carretas en la época del Imperio Romano. Aunque sus ingenieros no construyeron la primera gran carretera de la que se tenga noticias actualmente –llamada Camino Real Persa–  sí se les reconoce su enorme aporte a la comunicación terrestre entre todos los pueblos europeos que formaban parte del imperio. De hecho, el trazo actual de la red vial del viejo continente tuvo su base en la herencia romana de hace 2,000 años. E incluso, varias de sus calzadas aún están en servicio.

Vía Apia.

Hace dos milenios los viajes de una provincia a otra, o de un pueblo a otro eran muy agotadores. La superficie típica de los caminos romanos no era plana –como las superficies de rodamiento asfálticas o de concreto hidráulico–, si no formada por piedras o losas apisonadas, lo que provocaba una vibración continua y molesta durante la trayectoria. Si a eso le sumamos que en épocas secas los caminos estaban llenos de polvo, es lógico pensar que éste cubriera fácilmente a los viajeros y les irritara constantemente los ojos. Por otra parte, en épocas lluviosas era muy probable que tuvieran que atravesar áreas lodosas o inundadas, corriendo el riesgo de que se quedasen atascados. Por si fuera poco, cuando el frío invernal era inclemente, no podían protegerse con la comodidad que hoy en día permiten los sistemas de calefacción de los automóviles modernos.

Pero “al mal tiempo darle prisa”, reza un proverbio popular. Afortunadamente las distancias que solíamos recorrer en mi país natal no eran tan grandes como para que el viaje se volviera una “verdadera odisea”. Las playas que normalmente visitábamos estaban a 25 km –ó 30 minutos– de la ciudad, y la capital a unos 100 km. El estado físico de las carreteras que debíamos tomar era de aceptable a bueno. Sin embargo, en la primera, la carretera León-Poneloya, recuerdo que existía una curva muy peligrosa, denominada “la curva del diablo”. Supongo que se le llamó así debido a las víctimas de accidentes de tránsito. A unos 2,400 km de allí, existe un tramo carretero de peligrosidad similar, “la cuesta de los muertos”, en la carretera Saltillo-Monterrey, en México. Generalmente, la gente cree que estos sobrenombres intimidantes se deben a la ocurrencia de siniestros viales, pero no necesariamente es así. En el caso de la carretera mexicana mencionada, cuentan que originalmente se le llamó “la cuesta de los muertos” porque en esa zona, aproximadamente en el km. 38, tenían lugar numerosos asaltos sangrientos que datan de la época colonial. Las víctimas eran las familias adineradas que iban de paseo o bien, los comerciantes que trasladaban sus productos en el único medio de transporte de carga disponible en aquellos días: las carretas (lo que sugiere la etimología del término “carretera”). Normalmente las víctimas eran asesinadas cruelmente, incluyendo mujeres y niños, y por tales hechos horrendos y condenables el tristemente célebre lugar recibió el sobrenombre de “cuesta de los muertos”, y no tanto por los accidentes de tránsito que aún hoy se presentan.


Pero no se le puede “dar prisa al mal tiempo” cuando las condiciones del camino, el conductor, el vehículo o la naturaleza misma no lo permiten. Recuérdese que en los albores del Imperio Romano, las velocidades desarrolladas por las raedas (vehículo pesado de dos o más ejes para carga y pasajeros) permitían, según relatos históricos, un avance de 32 km por día en promedio. Sin embargo, catorce siglos después (en el siglo XIX) ya se podía viajar en las diligencias –medio de transporte de pasajeros– a la “vertiginosa velocidad” de 16 km/h!, un notable avance en la rapidez del desplazamiento colectivo, no lo creen? Y ya no se diga de los asombrosos carros a vapor, diseñados posteriormente por Goldsworthy Gurney, que “volaban” a velocidades inconcebibles en aquel entonces, hasta 32 km/h (24 veces más que las raedas romanas).

Carroza de vapor de Goldsworthy Gurney en una ilustración de 1827.

Cuando viajaba siempre trataba de ocupar el asiento junto a la ventana. Disfrutaba ir viendo el paisaje tropical del campo nicaragüense. Contemplando la inmensidad del cielo, con algunas nubes “flotando” en el aire o el sol ocultándose entre ellas, cuyos últimos rayos se desvanecían en tonos rojizos, anaranjados y amarillos. El ocaso era una fiesta de colores! Desde siempre me llamó la atención lo que muchos años más tarde sabría qué es. El paralaje del movimiento. Cuando viajas, sea en coche o en tren, y ves a través de la ventana, puedes percibir al menos tres tipos de desplazamientos en los objetos observados. El primer plano pasa a toda velocidad. Si tratas de mirar hacia abajo, sobre la superficie de rodamiento o el área cercana a ésta, no se distingue prácticamente nada más que “rayas”. La velocidad a la que circula el vehículo y a la que “vemos” el primer plano es tan rápida que el cerebro no logra procesarlas. Supera su capacidad. El cerebro, a través de la vista, solamente alcanza a captar “centellas” de la realidad. Los humanos son incapaces de percibir la realidad en el flujo continuo en el que ocurre. Con el desfase de procesamiento se crean “lagunas” o “vacíos” que el cerebro rellena y adecúa para poder completar toda la secuencia de imágenes. Quizás te suene un poco confuso, pero el fenómeno del paralaje del movimiento también desconcertó a los psicólogos mucho antes de que apareciera el automóvil, así es que no eres el único. Cuando alejamos la vista un poco, por ejemplo hacia los árboles ubicados junto a la carretera, nos parece que se mueven pero más despacio. Lo que sucede es que al situar la vista sobre algún objeto del paisaje –los árboles cercanos–, para mantener esa fijación nuestros ojos deben moverse en sentido contrario al que llevamos. A partir del objeto de fijación, todo lo que esté antes del mismo –entre los árboles y el vehículo en el que viajamos– cruzará rápidamente nuestra retina en dirección contraria a la que avanzamos (la superficie de rodamiento, por ejemplo), mientras que lo que esté más alejado del objeto de fijación –como las montañas– parecerá moverse lentamente a través de nuestra retina y en la misma dirección en la que viajamos. Lo has notado alguna vez mientras viajas?

En Parras de la Fuente, Coahuila, México (2007).

Cuando era yo un púber, deseaba que las carreteras no tuvieran tantas curvas, pues eran éstas las que precisamente catalizaban esas indeseables sensaciones en mi débil estómago. No comprendía que los caminos con largas tangentes –sin curvas horizontales– provocan somnolencia en los conductores debido a la monotonía del paisaje y la conducción, volviéndose peligrosas debido a las posibles salidas del camino o a la invasión de carriles adyacentes. Afortunadamente durante los viajes familiares o cuando me trasladaba de León a Managua o viceversa, el vehículo en el que iba nunca se vio involucrado en algún accidente. Las estadísticas respecto a la accidentalidad vial son alarmantes, y en los últimos años el número de víctimas mortales a nivel mundial ha ascendido hasta 1.2 millones de personas anualmente. De tal magnitud es el problema de los accidentes de tránsito, que muchos países ya lo consideran un asunto de salud pública.

Autopista en México.

La seguridad vial es una necesidad indispensable que lamentablemente atrae poco la atención de algunos países, tanto de sus gobernantes como de la sociedad en general, la cual muchas veces se muestra apática frente a las medidas de seguridad mínimas que debe cumplir al circular tanto por las calles de las ciudades como en las carreteras rurales. Hace falta mucha educación vial. Y es algo que me preocupa como usuario de las carreteras, y a la vez, como padre de familia. Allá afuera conduce gente inconsciente de los daños irreversibles que puede causar. Una muerte provocada en un accidente vial, está lejos de limitarse al pago del daño material o la indemnización del seguro. Esa muerte convierte a esposas en viudas y a hijos en huérfanos. Esa muerte destruye familias. Interrumpe para siempre el proyecto de vida de un hijo (a). Les arranca a los padres un ser querido, quizás el más amado de todos. Les mutila de por vida. Les despoja de aquellos que se habían convertido en su razón de vivir. Aquellos por los que se había luchado tanto.

La carretera es un medio muy valioso para la comunicación, el desarrollo económico, la seguridad nacional, la recreación y el progreso social, pero si no se conduce con precaución ni se obedecen las señales de tránsito, también puede convertirse en el escenario de nuestro “último acto”.

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