domingo, 15 de junio de 2014

DESDE EL PEREZOSO HASTA EL WORKAHOLIC (1ra parte)

Dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Esta frase generalmente la escuchamos desde pequeños, cuando aún no hemos desarrollado un criterio propio, cuando nuestros cimientos aún no están firmes, en la época en la que solemos creer al pie de la letra todo lo que nos dicen las figuras de autoridad más cercanas–padres, maestros, religiosos, hermanos mayores– y carecemos lógicamente de argumentos sólidos para dudar o refutarlos. Época temprana en la que los grandes valores humanos, los principios morales y los fundamentos éticos elementales inician su tránsito de una generación a otra. Así mismo, las normas de educación, los hábitos alimenticios e higiénicos, las costumbres, las creencias y hasta los colores políticos. Sin embargo, también se hereda a los hijos los viejos temores, los prejuicios sociales y culturales, las fobias y supersticiones, los traumas de los padres o tutores. Es en esta etapa en la que, como aseveraba J.J. Rousseau en Emilio o de la Educación, la sociedad corrompe al hombre. Lo cual sucede a veces de manera consciente, pero generalmente ocurre sin ninguna mala intención del daño que se está causando. Cuando éramos niños solíamos escuchar frases como “todo lo que te digo es por tu bien”. No hay que olvidar que lo cultivado y asimilado desde la infancia, a veces es muy difícil de desaprender en la adultez. En este contexto, tanto la ociosidad como la pereza se fueron tornando poco a poco en actitudes indeseables, rechazadas por la familia y la sociedad en general.

No obstante, la ociosidad no es tan mala, comentó Bertrand Russell en un artículo breve publicado en 1932. Y para explicarlo, inició con una anécdota sucinta y sencilla:

“Hace mucho tiempo entró en la ciudad de Nápoles un viajero, quien al ver a doce mendigos tumbados al sol, le ofreció al más perezoso una lira. Once de ellos se levantaron inmediatamente de un salto para reclamarla, así que se la entregó al duodécimo”.

En otros lugares y en otros tiempos puede que la ociosidad sea más difícil encontrarla, ya que para promoverla se requeriría romper con una serie de creencias y costumbres propias de las diferentes culturas y sus dinámicas productivas. Según Russell, “la fe en las virtudes del trabajo le está haciendo mucho daño al mundo moderno (se refería a los años 30 del siglo pasado) y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél”. Pese a la antigüedad de su afirmación, hoy me parece un concepto que no ha expirado, aún vigente, si recurrimos a ese término anglosajón conocido como workaholic, es decir, el que padece de adicción al trabajo, lo cual afecta a un número cada vez mayor de personas que viven con el temor de perder su fuente de ingresos, ya sea por los frecuentes recortes de personal, por la llegada del nuevo que viene mejor preparado, porque su jefe se ha quejado de un bajo rendimiento, y sobre todo, quizás porque teme engrosar las filas de los desempleados, cuyas tasas en lugar de reducirse, tienden a la alza. Por otra parte, Fernando Savater señala que la tendencia a trabajar en exceso, por encima de los propios límites y las necesidades personales, por mera dependencia psicológica al trabajo, ha sido llamada también “el dolor que otros aplauden”. Es una compulsión que a corto plazo resulta autodestructiva. Lejos de recibir críticas, este tipo de adictos son premiados por la sociedad muy habitualmente con el éxito. El problema es que recorren con mayor rapidez el camino hacia la muerte.


“Al que madruga Dios le ayuda” comenta a menudo la gente. Pero aunque muchos así lo crean –personalmente no comparto esa opinión–, esta disposición sigue teniendo un buen grado de dificultad para realizarse a diario y por gusto propio. Existe un viejo cuento que describe cómo un padre luchaba para lograr que su hijo perezoso se levantara temprano, quien nunca quería hacerlo. Un día llegó muy temprano por la mañana, despertó al pequeño y le dijo: “Mira, por haberme levantado temprano he encontrado esta cartera llena de dinero en el camino”. Entonces el niño, tapándose de nuevo, oculto entre las sábanas, le contestó: “Más madrugó el que la perdió”.


Si bien la pereza siempre encuentra excusas, no debe confundirse con el ocio. Éste, a diferencia de aquella, es simplemente un tiempo que no se emplea en los asuntos laborales. La etimología, como casi siempre, la heredamos de los romanos. Ellos hablaban de ocio y negocio, es de decir, no ocio (sin ocio). El neg-ocio era algo que tenía que ver con las necesidades, con hacer aquello que muchas veces sería retribuido, recompensado –aunque no siempre– pero sobre todo, negocio se refería a una actividad que requería hacer algún trabajo, y que por tanto, te sacaba del estado de ocio, de reposo, de inactividad.

La pereza, en cambio, es la falta de estímulo, de deseo, una especie de apatía mental que paraliza también a la actividad física, aun cuando ésta sea de índole creativa.

“La pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado” según Jules Renard. Descrita así, la inactividad de la pereza se antoja un poco absurda. Aún peor es la forma en que la describe Benjamín Franklin: “La pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla”. Quizás éstas no sean las únicas razones por las que en algunas religiones sea muy mal vista. Un ejemplo claro y occidental de ello se da en la Iglesia Católica, en la que es considerada como uno de los siete pecados capitales, lo que es coherente si recordamos que en su Libro Sagrado el “Buen Dios” sentencia al hombre así: “Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que Yo te había prohibido comer: Maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga sacarás de ella tu alimento por todos los días de tu vida […] con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado…”, según cuenta la leyenda. Por lo tanto, no es de extrañar que esta religión condene férreamente a la pereza y vea en el trabajo, en la laboriosidad, una verdadera virtud.

Pese al aparentemente incuestionable carácter negativo e improductivo de la pereza, hubo quienes vieron algo positivo en ella, en medio de la mala publicidad que le rodea. Uno de ellos es el escritor y humorista Roberto Fontanarrosa, cuya teoría se resume en que la pereza ha sido el motor de las grandes conquistas del progreso. El hombre que inventó la rueda, por ejemplo, no quería empujar y caminar más. Detrás de casi todos los elementos del confort supongo que ha habido un perezoso astuto, pensando cómo hacer para trabajar menos. Creo que es un buen punto, y desde hace mucho tiempo se ha visto con muy buenos ojos a todos aquellos soñadores –perezosos astutos– que con su ingenio nos han ahorrado millones de horas de trabajo y esfuerzo físico a través de sus inventos, máquinas y técnicas. Aquí quisiera detenerme un poco, y exponer dos casos extremos del asunto. Uno histórico y el otro ficticio. El primero se refiere al impacto que causó a partir del siglo XV las innovaciones que implementó Gutenberg en la imprenta (quien no la inventó, sino que la mejoró al implementar el uso de tipos móviles metálicos).  La súbita proliferación de libros antaño raros le pareció a la gente de la época “lo suficientemente extraña para sugerir una intervención sobrenatural”. Se dice que cuando Johann Fust –un prestamista que financiaba los proyectos de Gutenberg y que acabó quedándose con su prensa, tipo y tinta– llevó una gran cantidad de libros impresos a París durante uno de sus primeros viajes de negocios, fue expulsado de la ciudad por los gendarmes, que sospecharon en él confabulación con el diablo” Al parecer ese enemigo de Dios estuvo muy ocupado en la Edad Oscura: hacía pactos con brujas, se metamorfoseaba en animal, tenía relaciones sexuales con seres humanos y hasta escribía miles de libros! Pero ignorando la comicidad y estulticia de esto, es bien sabido que en la Edad Media las supersticiones populares alcanzaban niveles ridículos, pero en parte, es un poco –y sólo un poco– entendible que los medievales sospecharan que de pronto alguien podía publicar tantos libros en tan cortos periodos de tiempo. ¿Por qué? Según una estimación, el número de libros producidos en los cincuenta años siguientes al aporte de Gutenberg igualó a la producción de los escribas europeos durante los mil años precedentes. ¡Era una diferencia escandalosamente abismal!


El segundo caso relativo a esos perezosos astutos es muy desalentador y deprimente. Puede verse en la película animada llamada Wall-e (2008), en la que se observa a los seres humanos sobrevivientes –en un futuro lejano– vagando por el espacio sideral en una inmensa nave en la que el confort de la tecnología se ha impregnado a un extremo tan monstruoso en los hábitos de la gente, que se han acostumbrado a realizar el mínimo esfuerzo físico posible –causándoles una obesidad mórbida–, gracias a la asistencia constante de las máquinas y robots que les rodean, procurando hacerles la vida más “fácil”, aunque dudo mucho que más feliz.



Cómo antítesis al perezoso y su mal, la pereza, está el trabajo. La palabra trabajo viene de trabajar y ésta del latín tripaliare, la cual proviene de tripalium (tres palos), un instrumento de tortura utilizado por los antiguos romanos para azotar a los reos y esclavos desobedientes, razón por la cual se asocia al trabajo con el dolor y el esfuerzo. La expresión diversificó su significado y se tornó en sinónimo de cualquier actividad física que producía dolor en el cuerpo. Cuando se popularizó el vocablo trabajo, la mayoría de la población trabajaba en el campo, haciendo esfuerzo físico, lo cual los hacía sentir como si hubiesen sido apaleados. Esto me recuerda que en ciertas regiones latinoamericanas (como Nicaragua y Venezuela), al trabajo se le identifica como “pegue”. “Me quedé sin pegue” es lo mismo que decir me quedé sin trabajo, desempleado. No sé exactamente por qué en algún momento se asoció la palabra “pegue” con trabajo, ocupación. ¿Será porque en algunos trabajos te la pasas “pegado” de ocho a doce horas diarias? ¿O se debe a que, como la raíz latina del vocablo, al  final del día laboral sientes que te han apaleado, que te han golpeado, que te han pegado en todo el cuerpo?

La relación de trabajo y dolor también se refleja en la palabra “labor” (del latín), que en inglés significa trabajar, y también cuando una mujer está a punto de parto (se dice que está en labor de parto), que según comentan las madres que viven para contarlo, es la experiencia más dolorosa del mundo.


Por cierto, en la antigüedad no solamente la fatiga y el sufrimiento se asociaban a la faena cotidiana, sino que también había algo que era fuente de fatigas, por las malas condiciones de los alojamientos y las largas jornadas en los caminos: eran los viajes de larga duración. Es así como la palabra tripalium, deformada por el romance francés (que generó travail), pasó al inglés en la forma travel, con el significado de viaje.

El trabajo tiene sus tiempos. Iniciarlo demasiado pronto –en la niñez– es mal visto, ya que el trabajo infantil es considerado inaceptable, puesto que resta a los menores la posibilidad de estudiar y prepararse lo mejor posible cuando alcancen la edad adulta, obstaculizando así la adquisición de los conocimientos, aptitudes y habilidades necesarias para insertarse exitosamente en el campo laboral, donde puedan elegir empleos bien remunerados y estimulantes. Mientras escribía estas líneas recordé el caso peculiar de los cerillitos, los cuales son unos niños mexicanos que trabajan en las grandes tiendas de autoservicio, cerca de las cajeras, empacando las compras de los clientes. Omitiendo la cuestión de que si se trata de explotación infantil o no, lo que me interesa aquí es contarles cuál es la razón de por qué se les llama cerillo o, con cariño, cerillitos. Resulta que hace muchos años, una de estas grandes tiendas vestía a estos niños empacadores con camisa blanca y gorra roja, no usaban delantal o mandil. Sumado a esto, no existían tantas cajas como ahora, lo cual permitía que los niños fueran formándose para irse turnando el trabajo en cada caja. Entonces las personas que los veían formados, uno junto al otro, con una gorra roja y la camisa blanca, no resistieron la idea de asociarlos con los cerillos, y los empezaron a llamar así.



Por otro lado, finalizar la vida laboral a una edad muy avanzada, también es perjudicial tanto para la salud del individuo –sobre todo si realiza actividades que demandan mucho esfuerzo físico– como para sus probabilidades de ganar salarios decentes. En vista de que en la vejez las condiciones físicas y mentales del ser humano se ven mermadas a causa del paso del tiempo, los empleadores, plenamente conscientes de esto, no están dispuestos a contratar a adultos mayores. Y en caso de que sí lo hagan, será a cambio de una paga muy modesta, y a veces, miserable.

Tal vez sea difícil precisar si el trabajo debe catalogarse entre los motivos de felicidad o de desgracia, apuntó Russell en La Conquista de la Felicidad (1930). Obviamente debido a la inmensa cantidad de tipos de trabajo, ciertamente habrá algunos que sean muy desagradables. A nivel general, siempre he pensado que los trabajos que nadie quiere hacer pero que son necesarios, indispensables para la sobrevivencia de la especie humana, deberían ser bien pagados, independientemente de la calidad académica del que los ejecuta. Un caso en concreto que citaría es el de los recolectores de basura de las ciudades. Si hiciera una encuesta entre personas de distintas edades y niveles socioeconómicos, apuesto a que prácticamente nadie aspiraría a ocupar ese empleo. Sin embargo alguien debe hacerlo, sino las consecuencias en materia de salud pública serían catastróficas.

Russell se atreve a afirmar que la mayor parte del trabajo que tiene que realizar casi todo el mundo, no es interesante por sí mismo, pero aún así, son muchas sus ventajas. La primera es que llena muchas horas del día sin que tengamos que preocuparnos de lo que hemos de hacer. Esto es cierto, porque he conocido a varias personas que después de tres o cuatro días de iniciar sus vacaciones, empiezan a aburrirse porque no saben qué hacer. Incluso, algunos prefieren no tomar sus vacaciones correspondientes a la mitad del año, porque cuando lo han hecho, se desesperan con prontitud en sus casas. El aburrimiento los supera. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que el trabajo nos hace saborear mejor los periodos de descanso. Siempre que nuestra labor no sea abrumadora, el placer del descanso que le sigue es mucho mayor que el que obtiene el perezoso.

La segunda ventaja de los trabajos retribuidos y de otros gratuitos es que nos proporcionan posibilidades de éxito, y éste es el mejor auxiliar de la ambición. En el deseo que el hombre tiene de aumentar sus ingresos interviene tanto el afán de éxito como las comodidades que procura. Por muy desagradable que sea un empleo, se hace soportable si contribuye a crearnos una reputación en un círculo amplio o en uno limitado. Lo mejor de todo sería conseguir un trabajo que nos parezca interesante, que realmente nos guste, que nos desafíe, ya que de esta manera sería capaz de producirnos una mayor satisfacción que el mero hecho de liberarnos del tedio. Incluso, esta satisfacción podría extenderse exponencialmente si lo que hacemos se considera importante para la sociedad, si deja una huella en las generaciones presentes o en las futuras. Sin embargo, lamentablemente no siempre es así. No se puede afirmar que todo trabajo de importancia haga feliz al hombre, lo que sí se puede aseverar es que lo hace menos desagradable. En cuanto al arte, la facultad de producir grandes obras va unida con alguna frecuencia, aunque no siempre, a una desgracia temperamental tan grande que llevaría a sus creadores al suicidio si no tuvieran el consuelo de su labor. Existen varios ejemplos al respecto. Uno de ellos es el caso de John Nash, el matemático estadounidense considerado un genio y que fue diagnosticado con esquizofrenia paranoica a los veintinueve años de edad; pese a todo, obtuvo en 1994 el Premio Nobel en Ciencias Económicas. Tristemente célebre también fue la vida tortuosa del magnífico pintor Vincent Van Gogh, que padecía de trastorno bipolar y como consecuencia de su mal es bien sabido que en un arrebato se automutiló, cercenándose la oreja. Otro genio atormentado, pero esta vez de la literatura, fue Edgar Allan Poe, quien era adicto al alcohol y presentaba síntomas de maniaco-depresivo.


domingo, 8 de junio de 2014

EL HIJO DE LA CHINGADA TAMBIÉN ES UN HIJUEPUTA

La primera vez que escuché en México la expresión “hijo de la chingada!”, la verdad me desconcertó mucho. Meditaba en mis adentros ¡qué jodido sería eso! ¡Qué diablos es la chingada!

El vocablo más parecido a la chingada con el que había tenido contacto antes en mi tierra natal, Nicaragua, era su forma masculina: chingado. “El Chingado”, era un vecino que vivía cruzando la calle, casi frente a mi casa, y que tenía un taller mecánico exclusivo para motocicletas. Debido a mi corta edad, alrededor de unos siete años, pensé ingenuamente que así se llamada ese señor con rostro malhumorado que por lo general vestía con pantalones  viejos y sucios, manchados con la grasa y los aceites inherentes a su oficio. El mecánico tenía un hijo un poco menor que yo, al que eventualmente conocería y del cual me haría amigo. Fue hasta entonces cuando supe que “el Chingado” no era un nombre propio, sino un nombre común, específicamente un apodo, su alias (por cierto, ya no recuerdo cuál era el verdadero nombre de “el Chingado”). La otra referencia cercana a lo que pudiera ser la chingada era el “chingaste”, que en mi país constituye el residuo o sedimento que si uno no agita constantemente puede quedar en el fondo del vaso de algunas bebidas típicas como la chicha, el tiste o el posol; aunque “chingado” también es el sobrante del chancho (cerdo) frito.

Cuando mi oído se empezó a “educar” escuchando diariamente el famoso hijo de la chingada, deduje, por contexto, que era el equivalente al tradicional hijueputa utilizado en algunos países latinoamericanos, como Nicaragua. Sin embargo, por alguna razón no la consideré una frase tan ofensiva e insultante como la mayoría de veces suele ser el hijueputa. Pero veamos qué significados puede tener el vocablo hijueputa en el país pinolero.

En principio, cabe aclarar que hijueputa es la grosería o mala palabra más popular en aquel país centroamericano. Sin ánimos de parecer un cínico, casi podría decirse que no hay nica que no haya dicho nunca la palabra hijueputa (diría Jesús: “que arroje la primera piedra el que nunca dijo hijueputa”). Incluso los más pulcros, cultos, propios al hablar, mojigatos, ingenuos o religiosos le preguntaron más de alguna vez a sus padres, amigos o primos mayores qué era esa palabra altisonante llamada hijueputa que quizás habían escuchado en la escuela, la calle o en el autobús. A lo mejor, quien se enteró por vez primera que era una grosería, nunca más la volvió a utilizar, pero casi la totalidad de los nicaragüenses la han pronunciado al menos una vez en toda su vida.  De hecho, hay quienes aseguran que la palabra hijueputa la usaba Cervantes (en Don Quijote de la Mancha) y aún más recientemente, el gran García Márquez. Al parecer la frase evolucionó desde el clásico hijo de puta, pasando por hideputa (hi de hijo y puta…pues de puta!), hasta culminar en hijueputa, que llegó para quedarse. En el Caribe y Centroamérica la palabra ha sufrido una ligera contracción, proliferando como jue´puta. Y ya ni se diga sus formas enfáticas: hijuelagranputa o el hiperbólico y más pesadito hijuelasetentaputa.

Por otro lado, hijueputa se despliega en al menos tres sentidos: como sustantivo, como adjetivo (normalmente peyorativo) y como interjección.
Se utiliza como sustantivo cuando alguien te cae mal o desconoces su nombre, como en:
“…y el hijueputa me dijo que me pasé la luz roja”. “Ese hijueputa me pegó!”.
 Se emplea como adjetivo calificativo, la forma más frecuente: “Ese hijueputa de Messi no suelta la bola”. “Le dije que me dejara entrar a la fiesta y el hijueputa no quiso”.
Como interjección, se escucha en frases como: “Hijueputa, se me olvidó la tarea!” (que vendría siendo algo como “La cagué, se me olvidó la tarea!”).
También existen otros usos similares como:
“Son un par de hijueputas”. “¡Qué hijueputa más suertero!” “Jue´puta, qué calor!” (también aplica para frío, hambre, sed, aburrimiento, grado de dificultad, etc.).
Incluso, se emplea en un sentido de camaradas, sin ánimos de ofender, como en “Viste a tu hermano bailando? Sí, ese hijueputa es loco”. “Te quiero, jue´puta, sos mi hermano!”.
Además, también existen otras formas abreviadas como contracciones apocopadas, como el hijoputa y el joputa, utilizadas en ocasiones en la prensa escrita de algunos países.

Guillermo Sheridan, por otra parte, en el análisis que realizó en su obra “Paralelos y meridianos”, aclara y extiende el sentido de hijueputa, concluyendo que hijo de puta es un insulto de varias bandas: se insulta al adversario por ser hijo de puta, pero, por metonimia, se insulta a la madre (por puta) y al padre [por permitir ser puta a su mujer] (...) es además un insulto gerundial, pues el hijo de puta lo fue al nacer, sigue siéndolo en el presente y lo será aún en el futuro (...) Un hijo de puta lo es a perpetuidad”.

Según algunos estudios, el uso común de este tipo de palabras es uno de los aspectos más complejos de enseñar a los nativos de otras lenguas que aprenden castellano, ya que les resulta difícil comprender cómo palabras consideradas insultos pueden ser intrínsecamente simples apelativos. Algunos manuales inciden en la necesidad de hacer ver que el valor que adquieren las palabras varía dependiendo del contexto en que se pronuncian.
Como dato interesante, puedo citar que en 2007, la Audiencia Provincial de Las Palmas absolvió a un vecino de Telde (España) que había sido juzgado por llamar a otro hijo de puta y maricón. La sentencia concluyó que “expresiones tales como hijo de puta o maricón están tan integradas en el vocabulario que a veces ni siquiera se consideran insultos, no llegando a constituir su empleo una vejación injusta, sino más bien una evidencia de una mala conducta o un comportamiento maleducado”. A mi parecer, las costumbres y lenguaje de los pueblos latinoamericanos también confirmarían la decisión del juez.

Por si fuera poco, en 2009, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña obligó a una empresa a readmitir a un empleado que había sido despedido por llamar hijo de puta a su jefe. Según la sentencia "la degradación social del lenguaje ha provocado que las expresiones utilizadas por el ahora recurrente sean de uso corriente en determinados ambientes". ¿Qué opinas? Tú también te atreverías a llamar hijueputa a tu jefe?

En cuanto a la literatura, en el presente milenio algunos autores no han desdeñado el término utilizado por Cervantes desde el siglo XVII, osando emplearla en los títulos de sus obras, tales como “El pequeño hijoputa” de Walter Moers (2001), “Cómo sobrevivir a un jefe hijo de puta” de Sterman, Rotemberg y Fantoni (2009), y “Cómo convertirse en un hijo de puta” de Mauro Entrialgo (2007).

Hasta aquí, una breve reseña histórica de los usos y abusos del término hijueputa, ¿pero qué hay del popular hijo de la chingada? La mejor respuesta a esta interrogante he venido a encontrarla en Los hijos de la Malinche, uno de los capítulos de la obra de Octavio Paz titulada el Laberinto de la Soledad (1950), un texto bastante exquisito que disfruté mucho cuando lo descubrí, porque no me esperaba que un escritor de la talla del Premio Novel de Literatura mexicano se hubiera tomado tan en serio la tarea de definir con precisión qué era exactamente la chingada.

Según Octavio Paz, la chingada no es otra que la Madre en un sentido patriótico, mítico, es una representación mexicana de la Maternidad. “La Chingada es la madre que ha sufrido metafórica o realmente, la acción corrosiva e infame implícita en el verbo que le da nombre”. Paz hace un repaso breve por los diferentes significados que puede tener la palabra chingada y sus vocablos afines (entre ellos, chingaste) en algunos pueblos latinoamericanos, dejando en claro que chingar también implica la idea de fracaso. Cita que en Chile y Argentina, se chinga un petardo, “cuando no revienta, se frustra o sale fallido. Las empresas que fracasan, las fiestas que se aguan, las acciones que no llegan a su término, se chingan”. En fin, chingar es un verbo agresivo, es sinónimo de perjudicar, echar a perder, frustrar. En México esa palabra adquiere un carácter mágico, goza de innumerables significados, bastando un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido cambie (similar a lo que ocurre con el término hijueputa). Se puede ser un Chingón, o un Gran Chingón, en los negocios, en la política, en el crimen o con las mujeres, o también se puede ser un chingoncito: alguien silencioso, disimulado, que urde tramas en la sombra, que avanza cauto y lento para dar el mazazo. Eso sí, el escritor aclara que la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión –en todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, molestar, hasta el de violar, desgarrar y matar- se presente siempre como significado último. Esto es clave para entenderlo, ya que el verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también herir rasgar, violar (ya sean cuerpos, almas, objetos), destruir. Por ejemplo, cuando algo se rompe, se dice que se chingó. O cuando alguien comete un acto desmesurado y contra las reglas se comenta que hizo una chingadera.

Prosigue Paz arguyendo que la idea de romper y abrir reaparece en casi todas las expresiones de chingar. La voz está teñida de sexualidad pero no es sinónima del acto sexual, ya que se puede chingar a una mujer sin poseerla. Sin embargo, cuando sí alude a un acto sexual, a una violación, la agresión adquiere un matiz particular. El que chinga (el que viola) jamás lo hace con el consentimiento de la chingada (de la mujer ultrajada). Hay algo genérico en el verbo. Chingar parece ser un verbo masculino. Es activo, cruel: pica, hiere, desgarra. Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, es la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero y  la impotencia de la otra.

“La palabra chingar con todas sus múltiples significaciones, define gran parte de la vida de los mexicanos y califica sus relaciones con el resto de sus amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es posibilidad de chingar o de ser chingado”. Esto me parece un poco maniqueo, muy dualista. Una relación muy tensa y de desconfianza entre los que te rodean. Como caminar entre enemigos potenciales todo el tiempo, como si la traición esperara a la vuelta de la esquina en cualquier momento. Y como es natural, “esta concepción de la vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles”, como una especie de darwinismo social, que solamente tiende a beneficiar y catapultar a los primeros, y en someter y condenar a la miseria y desprecio a los segundos. Los fuertes –chingones sin escrúpulos, duros e inexorables- se rodean de fidelidades ardientes e interesadas, lo que representa un caldo de cultivo para otro mal: el servilismo ante los poderosos, y a la vez, produce otra consecuencia no menos degradante: la adhesión a las personas y no a los principios. Con frecuencia los políticos confunden las responsabilidades públicas con los negocios privados. No importa. Su riqueza, su poder o su influencia en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente, de lambiscones (de lamer).
La voz tiene además otro significado, más restringido. Cuando se dice vete a la chingada, se envía al interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Yo creo que en otros lares vendría equivaliendo a la expresión soez “vete a la verga”.

Continúa Paz y reafirma que a la pregunta sobre ¿qué es la chingada? Se puede responder que es la Madre abierta, violada, burlada por la fuerza. Lo que conlleva inevitablemente a que el hijo de la chingada sea el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Y si se compara esta expresión con la española (y también latinoamericana), “hijo de puta”, se advierte clara e inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una puta o una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación.

“Manuel Cabrera –continúa Paz- me hace observar que la actitud española refleja una concepción histórica y moral del pecado original, en tanto que la del mexicano, más honda y genuina, trasciende anécdota y ética. En efecto, toda mujer, aún la que se da voluntariamente, es desgarrada, chingada por el hombre. En cierto sentido, todos somos, por el solo hecho de nacer de mujer, hijos de la Chingada, hijos de Eva. Más lo característico del mexicano reside, a mi juicio, en la violenta, sarcástica humillación de la Madre y en la no menos violenta afirmación del Padre” Aquí se introduce un factor crucial que no es solamente común en México, sino también en el resto de Latinoamérica: el machismo. Y el lenguaje, en calidad de cómplice y de instrumento de difusión cultural, lo evidencia. Por ejemplo, cuando se dice que algo “está padre”, significa que está muy bien, que funciona bien, que luce bien. En cambio, cuando algo está mal, se ve mal o fue mal elaborado, es frecuente escuchar la expresión “está de la chingada”. Existe cierta asociación entre lo masculino, el Padre, y el poder, la capacidad, la violencia, la agresividad, la superioridad. Lo que se transparenta en una expresión que se emplea –no solamente en México– cuando se quiere imponer a otro nuestra superioridad: “yo soy tu padre”.

En todas las civilizaciones la imagen del Dios Padre –una vez que destrona a las divinidades femeninas se presenta como una figura ambivalente. Por una parte, ya sea Jehová, Dios Creador o Zeus, rey de la creación, regulador cósmico, el Padre encarna el poder genérico, origen de la vida; por la otra, es el principio anterior, el Uno, de donde todo nace y adonde todo desemboca. Pero, además, es el dueño del rayo y el látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida. Este aspecto –Jehová colérico, Dios de la ira, Saturno, Zeus violador de mujeres– es el que aparece casi exclusivamente en las representaciones populares que hace el mexicano del poder viril. El “macho” representa el polo masculino de la vida. La frase “yo soy tu padre” no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger, resguardar o conducir, sino para imponer una superioridad, esto es, para humillar. Su significado real no es distinto al del verbo chingar y algunos de sus derivados. En suma, el macho es el gran Chingón. […] La Chingada es pasiva y su pasividad abyecta: no ofrece resistencia a la violencia […] Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina.

Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido metafórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Ella se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. […] De esta manera, no es extraña la maldición que pesa sobre la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo “malinchista” […] que denuncia a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto.

A partir del excelente razonamiento expuesto por Octavio Paz en Los hijos de la Malinche, ahora me resulta extremadamente precipitado continuar sosteniendo que la frase hijo de la chingada sea menos ofensivo e insultante que el vocablo hijueputa. En todo caso, lo veo como dos caras de la misma moneda. En ambos se insulta a esa madre metafórica, y quien por sus acciones perversas se hace merecedor de ese calificativo (una de sus tantas interpretaciones) es tanto un hijo de la chingada como un hijueputa.

Si después de todo el rollo que he comentado, no he logrado explicarme claramente, podemos recurrir a ese dicho de que una imagen vale más que mil palabras. En la siguiente fotografía podrás ver a un militar experto en desactivación de bombas que está en plena faena de trabajo. El compañero que está detrás sin duda alguna es un hijo de la chingada (y también un hijueputa).