domingo, 15 de junio de 2014

DESDE EL PEREZOSO HASTA EL WORKAHOLIC (1ra parte)

Dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Esta frase generalmente la escuchamos desde pequeños, cuando aún no hemos desarrollado un criterio propio, cuando nuestros cimientos aún no están firmes, en la época en la que solemos creer al pie de la letra todo lo que nos dicen las figuras de autoridad más cercanas–padres, maestros, religiosos, hermanos mayores– y carecemos lógicamente de argumentos sólidos para dudar o refutarlos. Época temprana en la que los grandes valores humanos, los principios morales y los fundamentos éticos elementales inician su tránsito de una generación a otra. Así mismo, las normas de educación, los hábitos alimenticios e higiénicos, las costumbres, las creencias y hasta los colores políticos. Sin embargo, también se hereda a los hijos los viejos temores, los prejuicios sociales y culturales, las fobias y supersticiones, los traumas de los padres o tutores. Es en esta etapa en la que, como aseveraba J.J. Rousseau en Emilio o de la Educación, la sociedad corrompe al hombre. Lo cual sucede a veces de manera consciente, pero generalmente ocurre sin ninguna mala intención del daño que se está causando. Cuando éramos niños solíamos escuchar frases como “todo lo que te digo es por tu bien”. No hay que olvidar que lo cultivado y asimilado desde la infancia, a veces es muy difícil de desaprender en la adultez. En este contexto, tanto la ociosidad como la pereza se fueron tornando poco a poco en actitudes indeseables, rechazadas por la familia y la sociedad en general.

No obstante, la ociosidad no es tan mala, comentó Bertrand Russell en un artículo breve publicado en 1932. Y para explicarlo, inició con una anécdota sucinta y sencilla:

“Hace mucho tiempo entró en la ciudad de Nápoles un viajero, quien al ver a doce mendigos tumbados al sol, le ofreció al más perezoso una lira. Once de ellos se levantaron inmediatamente de un salto para reclamarla, así que se la entregó al duodécimo”.

En otros lugares y en otros tiempos puede que la ociosidad sea más difícil encontrarla, ya que para promoverla se requeriría romper con una serie de creencias y costumbres propias de las diferentes culturas y sus dinámicas productivas. Según Russell, “la fe en las virtudes del trabajo le está haciendo mucho daño al mundo moderno (se refería a los años 30 del siglo pasado) y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél”. Pese a la antigüedad de su afirmación, hoy me parece un concepto que no ha expirado, aún vigente, si recurrimos a ese término anglosajón conocido como workaholic, es decir, el que padece de adicción al trabajo, lo cual afecta a un número cada vez mayor de personas que viven con el temor de perder su fuente de ingresos, ya sea por los frecuentes recortes de personal, por la llegada del nuevo que viene mejor preparado, porque su jefe se ha quejado de un bajo rendimiento, y sobre todo, quizás porque teme engrosar las filas de los desempleados, cuyas tasas en lugar de reducirse, tienden a la alza. Por otra parte, Fernando Savater señala que la tendencia a trabajar en exceso, por encima de los propios límites y las necesidades personales, por mera dependencia psicológica al trabajo, ha sido llamada también “el dolor que otros aplauden”. Es una compulsión que a corto plazo resulta autodestructiva. Lejos de recibir críticas, este tipo de adictos son premiados por la sociedad muy habitualmente con el éxito. El problema es que recorren con mayor rapidez el camino hacia la muerte.


“Al que madruga Dios le ayuda” comenta a menudo la gente. Pero aunque muchos así lo crean –personalmente no comparto esa opinión–, esta disposición sigue teniendo un buen grado de dificultad para realizarse a diario y por gusto propio. Existe un viejo cuento que describe cómo un padre luchaba para lograr que su hijo perezoso se levantara temprano, quien nunca quería hacerlo. Un día llegó muy temprano por la mañana, despertó al pequeño y le dijo: “Mira, por haberme levantado temprano he encontrado esta cartera llena de dinero en el camino”. Entonces el niño, tapándose de nuevo, oculto entre las sábanas, le contestó: “Más madrugó el que la perdió”.


Si bien la pereza siempre encuentra excusas, no debe confundirse con el ocio. Éste, a diferencia de aquella, es simplemente un tiempo que no se emplea en los asuntos laborales. La etimología, como casi siempre, la heredamos de los romanos. Ellos hablaban de ocio y negocio, es de decir, no ocio (sin ocio). El neg-ocio era algo que tenía que ver con las necesidades, con hacer aquello que muchas veces sería retribuido, recompensado –aunque no siempre– pero sobre todo, negocio se refería a una actividad que requería hacer algún trabajo, y que por tanto, te sacaba del estado de ocio, de reposo, de inactividad.

La pereza, en cambio, es la falta de estímulo, de deseo, una especie de apatía mental que paraliza también a la actividad física, aun cuando ésta sea de índole creativa.

“La pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado” según Jules Renard. Descrita así, la inactividad de la pereza se antoja un poco absurda. Aún peor es la forma en que la describe Benjamín Franklin: “La pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla”. Quizás éstas no sean las únicas razones por las que en algunas religiones sea muy mal vista. Un ejemplo claro y occidental de ello se da en la Iglesia Católica, en la que es considerada como uno de los siete pecados capitales, lo que es coherente si recordamos que en su Libro Sagrado el “Buen Dios” sentencia al hombre así: “Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que Yo te había prohibido comer: Maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga sacarás de ella tu alimento por todos los días de tu vida […] con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado…”, según cuenta la leyenda. Por lo tanto, no es de extrañar que esta religión condene férreamente a la pereza y vea en el trabajo, en la laboriosidad, una verdadera virtud.

Pese al aparentemente incuestionable carácter negativo e improductivo de la pereza, hubo quienes vieron algo positivo en ella, en medio de la mala publicidad que le rodea. Uno de ellos es el escritor y humorista Roberto Fontanarrosa, cuya teoría se resume en que la pereza ha sido el motor de las grandes conquistas del progreso. El hombre que inventó la rueda, por ejemplo, no quería empujar y caminar más. Detrás de casi todos los elementos del confort supongo que ha habido un perezoso astuto, pensando cómo hacer para trabajar menos. Creo que es un buen punto, y desde hace mucho tiempo se ha visto con muy buenos ojos a todos aquellos soñadores –perezosos astutos– que con su ingenio nos han ahorrado millones de horas de trabajo y esfuerzo físico a través de sus inventos, máquinas y técnicas. Aquí quisiera detenerme un poco, y exponer dos casos extremos del asunto. Uno histórico y el otro ficticio. El primero se refiere al impacto que causó a partir del siglo XV las innovaciones que implementó Gutenberg en la imprenta (quien no la inventó, sino que la mejoró al implementar el uso de tipos móviles metálicos).  La súbita proliferación de libros antaño raros le pareció a la gente de la época “lo suficientemente extraña para sugerir una intervención sobrenatural”. Se dice que cuando Johann Fust –un prestamista que financiaba los proyectos de Gutenberg y que acabó quedándose con su prensa, tipo y tinta– llevó una gran cantidad de libros impresos a París durante uno de sus primeros viajes de negocios, fue expulsado de la ciudad por los gendarmes, que sospecharon en él confabulación con el diablo” Al parecer ese enemigo de Dios estuvo muy ocupado en la Edad Oscura: hacía pactos con brujas, se metamorfoseaba en animal, tenía relaciones sexuales con seres humanos y hasta escribía miles de libros! Pero ignorando la comicidad y estulticia de esto, es bien sabido que en la Edad Media las supersticiones populares alcanzaban niveles ridículos, pero en parte, es un poco –y sólo un poco– entendible que los medievales sospecharan que de pronto alguien podía publicar tantos libros en tan cortos periodos de tiempo. ¿Por qué? Según una estimación, el número de libros producidos en los cincuenta años siguientes al aporte de Gutenberg igualó a la producción de los escribas europeos durante los mil años precedentes. ¡Era una diferencia escandalosamente abismal!


El segundo caso relativo a esos perezosos astutos es muy desalentador y deprimente. Puede verse en la película animada llamada Wall-e (2008), en la que se observa a los seres humanos sobrevivientes –en un futuro lejano– vagando por el espacio sideral en una inmensa nave en la que el confort de la tecnología se ha impregnado a un extremo tan monstruoso en los hábitos de la gente, que se han acostumbrado a realizar el mínimo esfuerzo físico posible –causándoles una obesidad mórbida–, gracias a la asistencia constante de las máquinas y robots que les rodean, procurando hacerles la vida más “fácil”, aunque dudo mucho que más feliz.



Cómo antítesis al perezoso y su mal, la pereza, está el trabajo. La palabra trabajo viene de trabajar y ésta del latín tripaliare, la cual proviene de tripalium (tres palos), un instrumento de tortura utilizado por los antiguos romanos para azotar a los reos y esclavos desobedientes, razón por la cual se asocia al trabajo con el dolor y el esfuerzo. La expresión diversificó su significado y se tornó en sinónimo de cualquier actividad física que producía dolor en el cuerpo. Cuando se popularizó el vocablo trabajo, la mayoría de la población trabajaba en el campo, haciendo esfuerzo físico, lo cual los hacía sentir como si hubiesen sido apaleados. Esto me recuerda que en ciertas regiones latinoamericanas (como Nicaragua y Venezuela), al trabajo se le identifica como “pegue”. “Me quedé sin pegue” es lo mismo que decir me quedé sin trabajo, desempleado. No sé exactamente por qué en algún momento se asoció la palabra “pegue” con trabajo, ocupación. ¿Será porque en algunos trabajos te la pasas “pegado” de ocho a doce horas diarias? ¿O se debe a que, como la raíz latina del vocablo, al  final del día laboral sientes que te han apaleado, que te han golpeado, que te han pegado en todo el cuerpo?

La relación de trabajo y dolor también se refleja en la palabra “labor” (del latín), que en inglés significa trabajar, y también cuando una mujer está a punto de parto (se dice que está en labor de parto), que según comentan las madres que viven para contarlo, es la experiencia más dolorosa del mundo.


Por cierto, en la antigüedad no solamente la fatiga y el sufrimiento se asociaban a la faena cotidiana, sino que también había algo que era fuente de fatigas, por las malas condiciones de los alojamientos y las largas jornadas en los caminos: eran los viajes de larga duración. Es así como la palabra tripalium, deformada por el romance francés (que generó travail), pasó al inglés en la forma travel, con el significado de viaje.

El trabajo tiene sus tiempos. Iniciarlo demasiado pronto –en la niñez– es mal visto, ya que el trabajo infantil es considerado inaceptable, puesto que resta a los menores la posibilidad de estudiar y prepararse lo mejor posible cuando alcancen la edad adulta, obstaculizando así la adquisición de los conocimientos, aptitudes y habilidades necesarias para insertarse exitosamente en el campo laboral, donde puedan elegir empleos bien remunerados y estimulantes. Mientras escribía estas líneas recordé el caso peculiar de los cerillitos, los cuales son unos niños mexicanos que trabajan en las grandes tiendas de autoservicio, cerca de las cajeras, empacando las compras de los clientes. Omitiendo la cuestión de que si se trata de explotación infantil o no, lo que me interesa aquí es contarles cuál es la razón de por qué se les llama cerillo o, con cariño, cerillitos. Resulta que hace muchos años, una de estas grandes tiendas vestía a estos niños empacadores con camisa blanca y gorra roja, no usaban delantal o mandil. Sumado a esto, no existían tantas cajas como ahora, lo cual permitía que los niños fueran formándose para irse turnando el trabajo en cada caja. Entonces las personas que los veían formados, uno junto al otro, con una gorra roja y la camisa blanca, no resistieron la idea de asociarlos con los cerillos, y los empezaron a llamar así.



Por otro lado, finalizar la vida laboral a una edad muy avanzada, también es perjudicial tanto para la salud del individuo –sobre todo si realiza actividades que demandan mucho esfuerzo físico– como para sus probabilidades de ganar salarios decentes. En vista de que en la vejez las condiciones físicas y mentales del ser humano se ven mermadas a causa del paso del tiempo, los empleadores, plenamente conscientes de esto, no están dispuestos a contratar a adultos mayores. Y en caso de que sí lo hagan, será a cambio de una paga muy modesta, y a veces, miserable.

Tal vez sea difícil precisar si el trabajo debe catalogarse entre los motivos de felicidad o de desgracia, apuntó Russell en La Conquista de la Felicidad (1930). Obviamente debido a la inmensa cantidad de tipos de trabajo, ciertamente habrá algunos que sean muy desagradables. A nivel general, siempre he pensado que los trabajos que nadie quiere hacer pero que son necesarios, indispensables para la sobrevivencia de la especie humana, deberían ser bien pagados, independientemente de la calidad académica del que los ejecuta. Un caso en concreto que citaría es el de los recolectores de basura de las ciudades. Si hiciera una encuesta entre personas de distintas edades y niveles socioeconómicos, apuesto a que prácticamente nadie aspiraría a ocupar ese empleo. Sin embargo alguien debe hacerlo, sino las consecuencias en materia de salud pública serían catastróficas.

Russell se atreve a afirmar que la mayor parte del trabajo que tiene que realizar casi todo el mundo, no es interesante por sí mismo, pero aún así, son muchas sus ventajas. La primera es que llena muchas horas del día sin que tengamos que preocuparnos de lo que hemos de hacer. Esto es cierto, porque he conocido a varias personas que después de tres o cuatro días de iniciar sus vacaciones, empiezan a aburrirse porque no saben qué hacer. Incluso, algunos prefieren no tomar sus vacaciones correspondientes a la mitad del año, porque cuando lo han hecho, se desesperan con prontitud en sus casas. El aburrimiento los supera. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que el trabajo nos hace saborear mejor los periodos de descanso. Siempre que nuestra labor no sea abrumadora, el placer del descanso que le sigue es mucho mayor que el que obtiene el perezoso.

La segunda ventaja de los trabajos retribuidos y de otros gratuitos es que nos proporcionan posibilidades de éxito, y éste es el mejor auxiliar de la ambición. En el deseo que el hombre tiene de aumentar sus ingresos interviene tanto el afán de éxito como las comodidades que procura. Por muy desagradable que sea un empleo, se hace soportable si contribuye a crearnos una reputación en un círculo amplio o en uno limitado. Lo mejor de todo sería conseguir un trabajo que nos parezca interesante, que realmente nos guste, que nos desafíe, ya que de esta manera sería capaz de producirnos una mayor satisfacción que el mero hecho de liberarnos del tedio. Incluso, esta satisfacción podría extenderse exponencialmente si lo que hacemos se considera importante para la sociedad, si deja una huella en las generaciones presentes o en las futuras. Sin embargo, lamentablemente no siempre es así. No se puede afirmar que todo trabajo de importancia haga feliz al hombre, lo que sí se puede aseverar es que lo hace menos desagradable. En cuanto al arte, la facultad de producir grandes obras va unida con alguna frecuencia, aunque no siempre, a una desgracia temperamental tan grande que llevaría a sus creadores al suicidio si no tuvieran el consuelo de su labor. Existen varios ejemplos al respecto. Uno de ellos es el caso de John Nash, el matemático estadounidense considerado un genio y que fue diagnosticado con esquizofrenia paranoica a los veintinueve años de edad; pese a todo, obtuvo en 1994 el Premio Nobel en Ciencias Económicas. Tristemente célebre también fue la vida tortuosa del magnífico pintor Vincent Van Gogh, que padecía de trastorno bipolar y como consecuencia de su mal es bien sabido que en un arrebato se automutiló, cercenándose la oreja. Otro genio atormentado, pero esta vez de la literatura, fue Edgar Allan Poe, quien era adicto al alcohol y presentaba síntomas de maniaco-depresivo.


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