La primera vez que escuché en
México la expresión “hijo de la chingada!”, la verdad me desconcertó mucho. Meditaba
en mis adentros ¡qué jodido sería eso!
¡Qué diablos es la chingada!
El vocablo más parecido a la chingada con el que había tenido
contacto antes en mi tierra natal, Nicaragua, era su forma masculina: chingado.
“El Chingado”, era un vecino que vivía cruzando la calle, casi frente a mi
casa, y que tenía un taller mecánico exclusivo para motocicletas. Debido a mi
corta edad, alrededor de unos siete años, pensé ingenuamente que así se llamada
ese señor con rostro malhumorado que por lo general vestía con pantalones viejos y sucios, manchados con la grasa y los
aceites inherentes a su oficio. El mecánico tenía un hijo un poco menor que yo,
al que eventualmente conocería y del cual me haría amigo. Fue hasta entonces
cuando supe que “el Chingado” no era un nombre propio, sino un nombre común,
específicamente un apodo, su alias (por cierto, ya no recuerdo cuál era el
verdadero nombre de “el Chingado”). La otra referencia cercana a lo que pudiera
ser la chingada era el “chingaste”,
que en mi país constituye el residuo o sedimento que si uno no agita
constantemente puede quedar en el fondo del vaso de algunas bebidas típicas
como la chicha, el tiste o el posol; aunque “chingado” también es el sobrante
del chancho (cerdo) frito.
Cuando mi oído se empezó a “educar”
escuchando diariamente el famoso hijo de
la chingada, deduje, por contexto, que era el equivalente al tradicional hijueputa utilizado en algunos países
latinoamericanos, como Nicaragua. Sin embargo, por alguna razón no la consideré
una frase tan ofensiva e insultante como la mayoría de veces suele ser el hijueputa. Pero veamos qué significados
puede tener el vocablo hijueputa en
el país pinolero.
En principio, cabe aclarar que hijueputa es la grosería o mala palabra
más popular en aquel país centroamericano. Sin ánimos de parecer un cínico,
casi podría decirse que no hay nica que no haya dicho nunca la palabra hijueputa (diría Jesús: “que arroje la
primera piedra el que nunca dijo hijueputa”).
Incluso los más pulcros, cultos, propios al hablar, mojigatos, ingenuos o
religiosos le preguntaron más de alguna vez a sus padres, amigos o primos
mayores qué era esa palabra altisonante llamada hijueputa que quizás habían escuchado en la escuela, la calle o en
el autobús. A lo mejor, quien se enteró por vez primera que era una grosería,
nunca más la volvió a utilizar, pero casi la totalidad de los nicaragüenses la
han pronunciado al menos una vez en toda su vida. De hecho, hay quienes aseguran que la palabra hijueputa la usaba Cervantes (en Don
Quijote de la Mancha) y aún más recientemente, el gran García Márquez. Al
parecer la frase evolucionó desde el clásico hijo de puta, pasando por hideputa
(hi de hijo y puta…pues de puta!), hasta culminar en hijueputa, que llegó para quedarse. En
el Caribe y Centroamérica la palabra ha sufrido una ligera contracción,
proliferando como jue´puta. Y ya ni
se diga sus formas enfáticas: hijuelagranputa
o el hiperbólico y más pesadito hijuelasetentaputa.
Por otro lado, hijueputa se despliega en al menos tres sentidos: como
sustantivo, como adjetivo (normalmente peyorativo) y como interjección.
Se utiliza como sustantivo cuando
alguien te cae mal o desconoces su nombre, como en:
“…y el hijueputa me dijo que me
pasé la luz roja”. “Ese hijueputa me
pegó!”.
Se emplea como adjetivo calificativo, la forma
más frecuente: “Ese hijueputa de Messi no suelta la bola”. “Le dije que me
dejara entrar a la fiesta y el hijueputa
no quiso”.
Como interjección, se escucha en
frases como: “Hijueputa, se me olvidó
la tarea!” (que vendría siendo algo como “La
cagué, se me olvidó la tarea!”).
También existen otros usos
similares como:
“Son un par de hijueputas”. “¡Qué hijueputa más suertero!” “Jue´puta, qué calor!” (también aplica
para frío, hambre, sed, aburrimiento, grado de dificultad, etc.).
Incluso, se emplea en un sentido
de camaradas, sin ánimos de ofender, como en “Viste a tu hermano bailando? Sí,
ese hijueputa es loco”. “Te quiero,
jue´puta, sos mi hermano!”.
Además, también existen otras
formas abreviadas como contracciones apocopadas, como el hijoputa y el joputa,
utilizadas en ocasiones en la prensa escrita de algunos países.
Guillermo Sheridan, por otra
parte, en el análisis que realizó en su obra “Paralelos y meridianos”, aclara y
extiende el sentido de hijueputa, concluyendo que “hijo de puta es un
insulto de varias bandas: se insulta al adversario por ser hijo de puta, pero,
por metonimia, se insulta a la
madre (por puta) y al padre [por permitir ser puta a su mujer] (...) es además
un insulto gerundial, pues el hijo de puta lo fue al nacer, sigue siéndolo en
el presente y lo será aún en el futuro (...) Un hijo de puta lo es a
perpetuidad”.
Según algunos estudios, el uso común de este tipo de
palabras es uno de los aspectos más complejos de enseñar a los nativos de otras
lenguas que aprenden castellano, ya que les resulta difícil comprender cómo palabras
consideradas insultos pueden ser intrínsecamente simples apelativos. Algunos manuales inciden en la
necesidad de hacer ver que el valor que adquieren las palabras varía
dependiendo del contexto en que se pronuncian.
Como
dato interesante, puedo citar que en 2007, la Audiencia Provincial de Las Palmas absolvió a un vecino de Telde
(España) que había sido juzgado
por llamar a otro hijo de puta y maricón. La sentencia concluyó que “expresiones
tales como hijo de puta o maricón están tan integradas en el
vocabulario que a veces ni siquiera se consideran insultos, no llegando a
constituir su empleo una vejación injusta, sino más bien una evidencia de una
mala conducta o un comportamiento maleducado”. A mi parecer, las costumbres y
lenguaje de los pueblos latinoamericanos también confirmarían la decisión del
juez.
Por si
fuera poco, en 2009, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña obligó a una empresa a readmitir a un empleado que había sido despedido
por llamar hijo de puta a su jefe.
Según la sentencia "la degradación social del lenguaje ha provocado que
las expresiones utilizadas por el ahora recurrente sean de uso corriente en
determinados ambientes". ¿Qué opinas? Tú también te atreverías a llamar hijueputa a tu jefe?
En
cuanto a la literatura, en el presente milenio algunos autores no han desdeñado
el término utilizado por Cervantes desde el siglo XVII, osando emplearla en los
títulos de sus obras, tales como “El pequeño hijoputa” de Walter Moers (2001),
“Cómo sobrevivir a un jefe hijo de puta” de Sterman, Rotemberg y Fantoni
(2009), y “Cómo convertirse en un hijo de puta” de Mauro Entrialgo (2007).
Hasta
aquí, una breve reseña histórica de los usos y abusos del término hijueputa, ¿pero qué hay del popular hijo de la chingada? La mejor respuesta
a esta interrogante he venido a encontrarla en Los hijos de la Malinche, uno de los capítulos
de la obra de Octavio Paz titulada el Laberinto de la Soledad (1950), un texto
bastante exquisito que disfruté mucho cuando lo descubrí, porque no me esperaba
que un escritor de la talla del Premio Novel de Literatura mexicano se hubiera
tomado tan en serio la tarea de definir con precisión qué era exactamente la chingada.
Según
Octavio Paz, la chingada no es otra que la Madre en un sentido patriótico, mítico,
es una representación mexicana de la Maternidad. “La Chingada es la madre que
ha sufrido metafórica o realmente, la acción corrosiva e infame implícita en el
verbo que le da nombre”. Paz hace un repaso breve por los diferentes
significados que puede tener la palabra chingada
y sus vocablos afines (entre ellos, chingaste) en algunos pueblos
latinoamericanos, dejando en claro que chingar
también implica la idea de fracaso. Cita que en Chile y Argentina, se chinga un
petardo, “cuando no revienta, se frustra o sale fallido. Las empresas que
fracasan, las fiestas que se aguan, las acciones que no llegan a su término, se
chingan”. En fin, chingar es un verbo
agresivo, es sinónimo de perjudicar, echar a perder, frustrar. En México esa
palabra adquiere un carácter mágico, goza de innumerables significados,
bastando un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido cambie
(similar a lo que ocurre con el término hijueputa).
Se puede ser un Chingón, o un Gran Chingón, en los negocios, en la
política, en el crimen o con las mujeres, o también se puede ser un chingoncito: alguien silencioso,
disimulado, que urde tramas en la sombra, que avanza cauto y lento para dar el
mazazo. Eso sí, el escritor aclara que la pluralidad de significaciones no
impide que la idea de agresión –en todos sus grados, desde el simple de
incomodar, picar, molestar, hasta el de violar, desgarrar y matar- se presente
siempre como significado último. Esto es clave para entenderlo, ya que
el verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro.
Y también herir rasgar, violar (ya sean cuerpos, almas, objetos), destruir. Por
ejemplo, cuando algo se rompe, se dice que se
chingó. O cuando alguien comete un acto desmesurado y contra las reglas se
comenta que hizo una chingadera.
Prosigue
Paz arguyendo que la idea de romper y abrir reaparece en casi todas las
expresiones de chingar. La voz está teñida de sexualidad pero no es sinónima del
acto sexual, ya que se puede chingar a una mujer sin poseerla. Sin embargo,
cuando sí alude a un acto sexual, a una violación, la agresión adquiere un
matiz particular. El que chinga (el que viola) jamás lo hace con el
consentimiento de la chingada (de la mujer ultrajada). Hay algo genérico en el
verbo. Chingar parece ser un verbo masculino. Es activo, cruel: pica, hiere,
desgarra. Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que
chinga que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre.
La chingada, la hembra, es la pasividad pura, inerme ante el exterior. La
relación entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero
y la impotencia de la otra.
“La
palabra chingar con todas sus múltiples significaciones, define gran parte de
la vida de los mexicanos y califica sus relaciones con el resto de sus amigos y
compatriotas. Para el mexicano la vida es posibilidad de chingar o de ser
chingado”. Esto me parece un poco maniqueo, muy dualista. Una relación muy
tensa y de desconfianza entre los que te rodean. Como caminar entre enemigos
potenciales todo el tiempo, como si la traición esperara a la vuelta de la
esquina en cualquier momento. Y como es natural, “esta concepción de la vida
social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y
débiles”, como una especie de darwinismo social, que solamente tiende a
beneficiar y catapultar a los primeros, y en someter y condenar a la miseria y
desprecio a los segundos. Los fuertes –chingones sin escrúpulos, duros e inexorables-
se rodean de fidelidades ardientes e interesadas, lo que representa un caldo de
cultivo para otro mal: el servilismo ante los poderosos, y a la vez, produce
otra consecuencia no menos degradante: la adhesión a las personas y no a los
principios. Con frecuencia los políticos confunden las responsabilidades públicas
con los negocios privados. No importa. Su riqueza, su poder o su influencia en
la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy
atinadamente, de lambiscones (de
lamer).
La voz
tiene además otro significado, más restringido. Cuando se dice vete a la chingada, se envía al
interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Yo creo que en otros
lares vendría equivaliendo a la expresión soez “vete a la verga”.
Continúa
Paz y reafirma que a la pregunta sobre ¿qué es la chingada? Se puede responder que es la Madre abierta, violada,
burlada por la fuerza. Lo que conlleva inevitablemente a que el hijo de la chingada sea el engendro de
la violación, del rapto o de la burla. Y si se compara esta expresión con la
española (y también latinoamericana), “hijo de puta”, se advierte clara e inmediatamente
la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer
que voluntariamente se entrega, una puta o una prostituta; para el mexicano, en
ser fruto de una violación.
“Manuel
Cabrera –continúa Paz- me hace observar que la actitud española refleja una
concepción histórica y moral del pecado original, en tanto que la del mexicano,
más honda y genuina, trasciende anécdota y ética. En efecto, toda mujer, aún la
que se da voluntariamente, es desgarrada, chingada por el hombre. En cierto
sentido, todos somos, por el solo hecho de nacer de mujer, hijos de la Chingada,
hijos de Eva. Más lo característico del mexicano reside, a mi juicio, en la
violenta, sarcástica humillación de la Madre y en la no menos violenta afirmación
del Padre” Aquí se introduce un factor crucial que no es solamente común en México,
sino también en el resto de Latinoamérica: el machismo. Y el lenguaje, en
calidad de cómplice y de instrumento de difusión cultural, lo evidencia. Por ejemplo,
cuando se dice que algo “está padre”,
significa que está muy bien, que funciona bien, que luce bien. En cambio, cuando
algo está mal, se ve mal o fue mal elaborado, es frecuente escuchar la
expresión “está de la chingada”.
Existe cierta asociación entre lo masculino, el Padre, y el poder, la
capacidad, la violencia, la agresividad, la superioridad. Lo que se
transparenta en una expresión que se emplea –no solamente en México– cuando se
quiere imponer a otro nuestra superioridad: “yo soy tu padre”.
En
todas las civilizaciones la imagen del Dios Padre –una vez que destrona a las
divinidades femeninas– se presenta como una figura ambivalente. Por una parte,
ya sea Jehová, Dios Creador o Zeus, rey de la creación, regulador cósmico, el
Padre encarna el poder genérico, origen de la vida; por la otra, es el
principio anterior, el Uno, de donde todo nace y adonde todo desemboca. Pero,
además, es el dueño del rayo y el látigo, el tirano y el ogro devorador de la
vida. Este aspecto –Jehová colérico, Dios de la ira, Saturno, Zeus violador de
mujeres– es el que aparece casi exclusivamente en las representaciones
populares que hace el mexicano del poder viril. El “macho” representa el polo
masculino de la vida. La frase “yo soy tu padre” no tiene ningún sabor
paternal, ni se dice para proteger, resguardar o conducir, sino para imponer
una superioridad, esto es, para humillar. Su significado real no es distinto al
del verbo chingar y algunos de sus
derivados. En suma, el macho es el gran Chingón. […] La Chingada es pasiva y su
pasividad abyecta: no ofrece resistencia a la violencia […] Su mancha es constitucional
y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al
exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no
es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz
encarnación de la condición femenina.
Si la
Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el
sentido metafórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la
entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da
voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la
olvida. Ella se ha convertido en una figura que representa a las indias,
fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el
niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el
pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto,
lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. […] De
esta manera, no es extraña la maldición que pesa sobre la Malinche. De ahí el
éxito del adjetivo despectivo “malinchista”
[…] que denuncia a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios que
México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la
Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto.
A partir del excelente razonamiento
expuesto por Octavio Paz en Los hijos de la Malinche, ahora me resulta extremadamente
precipitado continuar sosteniendo que la frase hijo de la chingada sea menos ofensivo e insultante que el vocablo
hijueputa. En todo caso, lo veo como
dos caras de la misma moneda. En ambos se insulta a esa madre metafórica, y
quien por sus acciones perversas se hace merecedor de ese calificativo (una de
sus tantas interpretaciones) es tanto un hijo
de la chingada como un hijueputa.
Si después de todo el rollo que he comentado, no he logrado explicarme claramente, podemos recurrir a ese
dicho de que una imagen vale más que mil palabras. En la siguiente fotografía
podrás ver a un militar experto en desactivación de bombas que está en plena
faena de trabajo. El compañero que está detrás sin duda alguna es un hijo de la chingada (y también un hijueputa).