jueves, 30 de diciembre de 2010

LEÓN, MI TIERRA NATAL

(Primera parte)

AQUELLAS MAÑANAS

Despertaba cuando faltaba poco por salir el sol. El silencio era una realidad tangible, casi material. Tanto así que podía escuchar mi propia respiración. Y hasta las voces en mi cabeza, mis planes cotidianos, mis temores inmediatos, mis ilusiones diarias, mis sueños infantiles. A veces, en cambio, despertaba gracias al trinar de los pájaros, el ladrido de las mascotas vecinas más cercanas, o el maullido de algún gato. Con el tiempo se fue ajustando a ese momento mi reloj biológico, casi al salir el sol. Y aún permanece así. Cuando me quedaba a dormir en casa de mis parientes maternos, si alguna vez abría mis ojos en la madrugada, podía escuchar el paso a veces ruidoso, a veces discreto, de las carretas que transitaban por la cuadra de mi abuela, o de mi tío, era la misma en todo caso. Otras veces, ya con los primeros asomos del sol, con la claridad acomodándose a sus anchas en lo que sería el nuevo día, alcanzaba a oír a los y las vendedoras ambulantes que desde muy tempranito salían a vender pozol, tiste, “lechagria”, tamales pizques, tamales de elote, rellenos, leche, conchas,  pescado, pan, etc. Curiosamente, la voz de algunas comerciantes me podía parecer musical, con el “cantadito” único y genuino que le imprime cada una. Alguna vez esa voz fue la de mi madre, mucho antes que yo naciera.


En otras ocasiones, llegada la aurora, el silencio se interrumpía únicamente por el canto de los gallos, algunos cercanos, otros allá a lo lejos. Despertaba y veía desde la cama, pequeños rayitos de claridad, de débil luz, azul opaca, entrando por las hendijas formadas por las tejas desacomodadas a causa del andar nocturno y descuidado de los gatos callejeros sobre los techos rojizos de la ciudad.


León, Nicaragua


 Las mañanas generalmente eran frescas. O frías. Aunque ahora que lo pienso bien, eran frescas para los que vivimos en la zona tropical. Lluvia era sinónimo, la mayoría de las veces, de frescura en el aire, de humedad. Si venía acompañada del viento, mis brazos y piernas se tornaban en “piel de gallina”. A pesar de ello, siempre sentí un enorme afecto por la lluvia. No sé cómo nació, si por su acción menguante del calor muchas veces sofocante, o por la poesía que creía leer en cada gota que contemplaba por las tardes, al verlas caer desde el infinito gris, y estrellarse, como en una inmolación voluntaria, contra la tierra o el pavimento. Sentía un inmenso gozo al voltear la mirada hacia arriba mientras llovía y las gotas golpeaban mi rostro, extasiado ante aquel fenómeno tan natural y al mismo tiempo, so mágico. La lluvia encontraba primero, en su estrepitosa caída, el vuelo desesperado de algún pájaro despistado que aún no alcanzaba a refugiarse en la copa de un árbol o las oquedades de alguna casa o iglesia. Luego, la precipitación impactaba sobre los árboles más altos de aquella población, como bien lo podía ser un árbol de aguacate, un rompe vientos o una palmera, como las que habían al otro lado de mi hogar, o incluso un pino, como los dos que existían en el Parque Central. Entre tanto, al descender el agua sobre los techos rojos, formados en su gran mayoría por tejas de barro, recorría los surcos entre teja y teja hasta derramarse con más calma y menos fuerza sobre el patio lateral y trasero de la casa. Y la pluviosidad que evitaba todos estos obstáculos citadinos o rurales, finalmente se hacía añicos al chocar contra el suelo o el asfalto de las calles.
Me he perdido hablando de lo especial que era la lluvia para mí, pero ha sido también para traer  a mi memoria, aquella triste y húmeda mañana de octubre de 1988, en que el huracán Juana derrumbó un árbol grandísimo de aguacate, sembrado en el patio del vecino, costado oriente, el cual al caer desgraciadamente encontró en su camino la tapia de mi hogar, tumbándola en varios metros de longitud. Sin embargo, siempre me deleitó de sobremanera la lluvia de madrugada. El golpeteo constante, a veces más recio, otras más débil, era una hermosa y bella armonía que me llenaba de regocijo. Era, lo repito, literalmente música para mis sentidos.


Poneloya, playa leonesa ubicada a 25 km de la ciudad.



Pero no puedo hablar de las mañanas leonesas sin mencionar los desayunos. Cómo eran? Sencillos. Pan dulce o pan simple partido a la mitad y muy untado de mantequilla, o margarina. A veces huevos revueltos, enteros o frijoles fritos. Otras veces tamales dulces, o mejor aún, tamales rellenos. Y de tomar? Leche con café. Nunca, jamás, por ningún motivo, sin café soluble. Era, y aún lo soy, intolerable a la leche sin café soluble y azúcar. Mi vaso o taza de leche jamás debía verse blanca. Ello era un desperdicio, yo no me la tomaría ni a patadas. Por muy obediente que fuera. Mis padres bien lo sabían, menos mal. Pero había otras opciones para acompañar el pan con mantequilla o jalea. Podía tomar pozol, muy raras veces pozol con leche, o si no, tiste, pinol o pinolillo. O algún refresco natural ya sea de naranja, zanahoria, guayaba o limonada. Pero mis desayunos favoritos tenían lugar los fines de semana. Chancho con yuca en el mercado Central, cuando acompañaba a mi madre a hacer las compras, o nacatamal, charrasca o moronga los domingos por la mañana. Había que ir temprano a comprarlas, ya que de no ser así, corría el riesgo de no encontrar nada. Pero era domingo!!! Levantarse temprano y caminar ocho cuadras, con un viento frío azotándome todo el cuerpo??? Valía la pena, sin lugar a dudas. 

Chancho con yuca, platillo nicaraguense


De todas las mañanas del año, una de las más esperadas era la del 25 de diciembre. Tenía algo que ver con la navidad? Por supuesto!!! Era la mañana en que me entretenía por primera vez con mis juguetes nuevos, los cuales había desempacado en la madrugada de ese día, apenas pasada la media noche. A veces mis juguetes habían sido fabricados por mi propio padre. Él tenía la habilidad de fabricarme juegos de madera y metal, algunos de los cuales eran juegos de mesa, como el “No-te-enojes”. Pero más que la habilidad, siempre admiré mucho su creatividad, dedicación y perfeccionismo por hacer las cosas bien. En las mañanas, después de navidad, el desayuno generalmente era lo mismo que se había cenado en Noche Buena, es decir, gallina rellena, mmmmm!, un manjar para mí. Al levantarme, corría a coger mis juguetes y divertirme con ellos mientras mi madre preparaba el desayuno. Comíamos, generalmente después de las 9 a.m., y posteriormente seguía jugando o veía algún programa de TV que ya hubiese estado esperando desde varios días antes. Los dibujos animados eran extraordinarios ese día, en el sentido de que generalmente no los habían pasado otras veces. Desde luego, casi todos relacionados con la navidad. Esas mañanas me duraban muy poco, quizás porque las disfrutaba mucho, y no quería que se acabaran.

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