Dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Esta frase
generalmente la escuchamos desde pequeños, cuando aún no hemos desarrollado un
criterio propio, cuando nuestros cimientos aún no están firmes, en la época en
la que solemos creer al pie de la letra todo lo que nos dicen las figuras de
autoridad más cercanas–padres, maestros, religiosos, hermanos mayores– y
carecemos lógicamente de argumentos sólidos para dudar o refutarlos. Época temprana
en la que los grandes valores humanos, los principios morales y los fundamentos
éticos elementales inician su tránsito de una generación a otra. Así mismo, las
normas de educación, los hábitos alimenticios e higiénicos, las costumbres, las
creencias y hasta los colores políticos. Sin embargo, también se hereda a los
hijos los viejos temores, los prejuicios sociales y culturales, las fobias y
supersticiones, los traumas de los padres o tutores. Es en esta etapa en la
que, como aseveraba J.J. Rousseau en Emilio
o de la Educación, la sociedad corrompe al hombre. Lo cual sucede a veces de
manera consciente, pero generalmente ocurre sin ninguna mala intención del daño
que se está causando. Cuando éramos niños solíamos escuchar frases como “todo
lo que te digo es por tu bien”. No hay que olvidar que lo cultivado y asimilado
desde la infancia, a veces es muy difícil de desaprender en la adultez. En este
contexto, tanto la ociosidad como la pereza se fueron tornando poco a poco en actitudes
indeseables, rechazadas por la familia y la sociedad en general.
No obstante, la ociosidad no es
tan mala, comentó Bertrand Russell en un artículo breve publicado en 1932.
Y para explicarlo, inició con una anécdota sucinta y sencilla:
“Hace mucho tiempo entró en la ciudad de Nápoles un viajero, quien al
ver a doce mendigos tumbados al sol, le ofreció al más perezoso una lira. Once
de ellos se levantaron inmediatamente de un salto para reclamarla, así que se
la entregó al duodécimo”.
En otros lugares y en otros tiempos puede que la ociosidad sea más
difícil encontrarla, ya que para promoverla se requeriría romper con una serie
de creencias y costumbres propias de las diferentes culturas y sus dinámicas
productivas. Según Russell, “la fe en las
virtudes del trabajo le está haciendo mucho daño al mundo moderno (se refería
a los años 30 del siglo pasado) y que el
camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de
aquél”. Pese a la antigüedad de su afirmación, hoy me parece un concepto que
no ha expirado, aún vigente, si recurrimos a ese término anglosajón conocido
como workaholic, es decir, el que
padece de adicción al trabajo, lo cual afecta a un número cada vez mayor de
personas que viven con el temor de perder su fuente de ingresos, ya sea por los
frecuentes recortes de personal, por la llegada del nuevo que viene mejor
preparado, porque su jefe se ha quejado de un bajo rendimiento, y sobre todo,
quizás porque teme engrosar las filas de los desempleados, cuyas tasas en lugar
de reducirse, tienden a la alza. Por otra parte, Fernando Savater señala que la tendencia a trabajar en exceso, por
encima de los propios límites y las necesidades personales, por mera
dependencia psicológica al trabajo, ha sido llamada también “el dolor que otros
aplauden”. Es una compulsión que a corto plazo resulta autodestructiva. Lejos
de recibir críticas, este tipo de adictos son premiados por la sociedad muy
habitualmente con el éxito. El problema es que recorren con mayor rapidez el
camino hacia la muerte.
“Al que madruga Dios le ayuda” comenta a menudo la gente. Pero aunque
muchos así lo crean –personalmente no comparto esa opinión–, esta disposición sigue
teniendo un buen grado de dificultad para realizarse a diario y por gusto
propio. Existe un viejo cuento que describe cómo un padre luchaba para lograr
que su hijo perezoso se levantara temprano, quien nunca quería hacerlo. Un día
llegó muy temprano por la mañana, despertó al pequeño y le dijo: “Mira, por
haberme levantado temprano he encontrado esta cartera llena de dinero en el
camino”. Entonces el niño, tapándose de nuevo, oculto entre las sábanas, le
contestó: “Más madrugó el que la perdió”.
Si bien la pereza siempre encuentra excusas, no debe confundirse con el
ocio. Éste, a diferencia de aquella, es simplemente un tiempo que no se emplea
en los asuntos laborales. La etimología, como casi siempre, la heredamos de los
romanos. Ellos hablaban de ocio y negocio, es de decir, no ocio (sin ocio). El neg-ocio era algo que tenía que ver con
las necesidades, con hacer aquello que muchas veces sería retribuido,
recompensado –aunque no siempre– pero sobre todo, negocio se refería a una
actividad que requería hacer algún trabajo, y que por tanto, te sacaba del
estado de ocio, de reposo, de inactividad.
La pereza, en cambio, es la falta de estímulo, de deseo, una especie de
apatía mental que paraliza también a la actividad física, aun cuando ésta sea
de índole creativa.
“La pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado”
según Jules Renard. Descrita así, la inactividad de la pereza se antoja un poco
absurda. Aún peor es la forma en que la describe Benjamín Franklin: “La pereza
viaja tan despacio que la pobreza no tarda en alcanzarla”. Quizás éstas no sean
las únicas razones por las que en algunas religiones sea muy mal vista. Un
ejemplo claro y occidental de ello se da en la Iglesia Católica, en la que es
considerada como uno de los siete pecados capitales, lo que es coherente si recordamos
que en su Libro Sagrado el “Buen Dios” sentencia al hombre así: “Por haber escuchado la voz de tu mujer y
comido del árbol del que Yo te había prohibido comer: Maldita sea la tierra por
tu culpa. Con fatiga sacarás de ella tu alimento por todos los días de tu vida
[…] con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra,
pues de ella fuiste sacado…”, según cuenta la leyenda. Por lo tanto, no es
de extrañar que esta religión condene férreamente a la pereza y vea en el trabajo,
en la laboriosidad, una verdadera virtud.
Pese al aparentemente incuestionable carácter negativo e improductivo
de la pereza, hubo quienes vieron algo positivo en ella, en medio de la mala publicidad
que le rodea. Uno de ellos es el escritor y humorista Roberto Fontanarrosa,
cuya teoría se resume en que la pereza ha
sido el motor de las grandes conquistas del progreso. El hombre que inventó la
rueda, por ejemplo, no quería empujar y caminar más. Detrás de casi todos los
elementos del confort supongo que ha habido un perezoso astuto, pensando cómo
hacer para trabajar menos. Creo que es un buen punto, y desde hace mucho
tiempo se ha visto con muy buenos ojos a todos aquellos soñadores –perezosos astutos–
que con su ingenio nos han ahorrado millones de horas de trabajo y esfuerzo
físico a través de sus inventos, máquinas y técnicas. Aquí quisiera detenerme
un poco, y exponer dos casos extremos del asunto. Uno histórico y el otro
ficticio. El primero se refiere al impacto que causó a partir del siglo XV las
innovaciones que implementó Gutenberg en la imprenta (quien no la inventó, sino
que la mejoró al implementar el uso de tipos móviles metálicos). La súbita proliferación de libros antaño raros
le pareció a la gente de la época “lo suficientemente extraña para sugerir una
intervención sobrenatural”. Se dice que cuando Johann Fust –un prestamista que
financiaba los proyectos de Gutenberg y que acabó quedándose con su prensa,
tipo y tinta– llevó una gran cantidad de libros impresos a París durante uno de
sus primeros viajes de negocios, fue expulsado de la ciudad por los gendarmes,
que sospecharon en él confabulación con el diablo” Al parecer ese enemigo de
Dios estuvo muy ocupado en la Edad Oscura: hacía pactos con brujas, se
metamorfoseaba en animal, tenía relaciones sexuales con seres humanos y hasta
escribía miles de libros! Pero ignorando la comicidad y estulticia de esto, es
bien sabido que en la Edad Media las supersticiones populares alcanzaban
niveles ridículos, pero en parte, es un poco –y sólo un poco– entendible que
los medievales sospecharan que de pronto alguien podía publicar tantos libros
en tan cortos periodos de tiempo. ¿Por qué? Según una estimación, el número de
libros producidos en los cincuenta años siguientes al aporte de Gutenberg
igualó a la producción de los escribas europeos durante los mil años
precedentes. ¡Era una diferencia escandalosamente abismal!
El segundo caso relativo a esos perezosos astutos es muy desalentador y
deprimente. Puede verse en la película animada llamada Wall-e (2008), en la que
se observa a los seres humanos sobrevivientes –en un futuro lejano– vagando por
el espacio sideral en una inmensa nave en la que el confort de la tecnología se
ha impregnado a un extremo tan monstruoso en los hábitos de la gente, que se
han acostumbrado a realizar el mínimo esfuerzo físico posible –causándoles una
obesidad mórbida–, gracias a la asistencia constante de las máquinas y robots
que les rodean, procurando hacerles la vida más “fácil”, aunque dudo mucho que
más feliz.
Cómo antítesis al perezoso y su mal, la pereza, está el trabajo. La
palabra trabajo viene de trabajar y ésta del latín tripaliare, la cual proviene de tripalium
(tres palos), un instrumento de tortura utilizado por los antiguos romanos para
azotar a los reos y esclavos desobedientes, razón por la cual se asocia al
trabajo con el dolor y el esfuerzo. La expresión diversificó su significado y
se tornó en sinónimo de cualquier actividad física que producía dolor en el
cuerpo. Cuando se popularizó el vocablo trabajo, la mayoría de la población
trabajaba en el campo, haciendo esfuerzo físico, lo cual los hacía sentir como
si hubiesen sido apaleados. Esto me recuerda que en ciertas regiones
latinoamericanas (como Nicaragua y Venezuela), al trabajo se le identifica como
“pegue”. “Me quedé sin pegue” es lo mismo que decir me quedé sin trabajo,
desempleado. No sé exactamente por qué en algún momento se asoció la palabra “pegue”
con trabajo, ocupación. ¿Será porque en algunos trabajos te la pasas “pegado”
de ocho a doce horas diarias? ¿O se debe a que, como la raíz latina del vocablo,
al final del día laboral sientes que te
han apaleado, que te han golpeado, que te han pegado en todo el cuerpo?
La relación de trabajo y dolor también se refleja en la palabra “labor”
(del latín), que en inglés significa trabajar, y también cuando una mujer está
a punto de parto (se dice que está en labor de parto), que según
comentan las madres que viven para contarlo, es la experiencia más dolorosa del
mundo.
Por cierto, en la antigüedad no solamente la fatiga y el sufrimiento se
asociaban a la faena cotidiana, sino que también había algo que era fuente de
fatigas, por las malas condiciones de los alojamientos y las largas jornadas en
los caminos: eran los viajes de larga duración. Es así como la palabra tripalium, deformada por el romance
francés (que generó travail), pasó al
inglés en la forma travel, con el
significado de viaje.
El trabajo tiene sus tiempos. Iniciarlo demasiado pronto –en la niñez– es
mal visto, ya que el trabajo infantil es considerado inaceptable, puesto que
resta a los menores la posibilidad de estudiar y prepararse lo mejor posible cuando
alcancen la edad adulta, obstaculizando así la adquisición de los
conocimientos, aptitudes y habilidades necesarias para insertarse exitosamente
en el campo laboral, donde puedan elegir empleos bien remunerados y estimulantes.
Mientras escribía estas líneas recordé el caso peculiar de los cerillitos, los
cuales son unos niños mexicanos que trabajan en las grandes tiendas de
autoservicio, cerca de las cajeras, empacando las compras de los clientes.
Omitiendo la cuestión de que si se trata de explotación infantil o no, lo que
me interesa aquí es contarles cuál es la razón de por qué se les llama cerillo o, con cariño, cerillitos. Resulta que hace muchos
años, una de estas grandes tiendas vestía a estos niños empacadores con camisa
blanca y gorra roja, no usaban delantal o mandil. Sumado a esto, no existían
tantas cajas como ahora, lo cual permitía que los niños fueran formándose para
irse turnando el trabajo en cada caja. Entonces las personas que los veían
formados, uno junto al otro, con una gorra roja y la camisa blanca, no
resistieron la idea de asociarlos con los cerillos, y los empezaron a llamar
así.
Por otro lado, finalizar la vida laboral a una edad muy avanzada,
también es perjudicial tanto para la salud del individuo –sobre todo si realiza
actividades que demandan mucho esfuerzo físico– como para sus probabilidades de
ganar salarios decentes. En vista de que en la vejez las condiciones físicas y
mentales del ser humano se ven mermadas a causa del paso del tiempo, los
empleadores, plenamente conscientes de esto, no están dispuestos a contratar a adultos
mayores. Y en caso de que sí lo hagan, será a cambio de una paga muy modesta, y
a veces, miserable.
Tal vez sea difícil precisar
si el trabajo debe catalogarse entre los motivos de felicidad o de desgracia, apuntó Russell en La Conquista de la Felicidad (1930). Obviamente
debido a la inmensa cantidad de tipos de trabajo, ciertamente habrá algunos que
sean muy desagradables. A nivel general, siempre he pensado que los trabajos
que nadie quiere hacer pero que son necesarios, indispensables para la
sobrevivencia de la especie humana, deberían ser bien pagados,
independientemente de la calidad académica del que los ejecuta. Un caso en
concreto que citaría es el de los recolectores de basura de las ciudades. Si
hiciera una encuesta entre personas de distintas edades y niveles
socioeconómicos, apuesto a que prácticamente nadie aspiraría a ocupar ese
empleo. Sin embargo alguien debe hacerlo, sino las consecuencias en materia de
salud pública serían catastróficas.
Russell se atreve a afirmar que la
mayor parte del trabajo que tiene que realizar casi todo el mundo, no es
interesante por sí mismo, pero aún así, son muchas sus ventajas. La primera es
que llena muchas horas del día sin que tengamos que preocuparnos de lo que hemos
de hacer. Esto es cierto, porque he conocido a varias personas que después
de tres o cuatro días de iniciar sus vacaciones, empiezan a aburrirse porque no
saben qué hacer. Incluso, algunos prefieren no tomar sus vacaciones correspondientes
a la mitad del año, porque cuando lo han hecho, se desesperan con prontitud en
sus casas. El aburrimiento los supera. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que
el trabajo nos hace saborear mejor los periodos de descanso. Siempre que
nuestra labor no sea abrumadora, el placer del descanso que le sigue es mucho
mayor que el que obtiene el perezoso.
La segunda ventaja de los
trabajos retribuidos y de otros gratuitos es que nos proporcionan posibilidades
de éxito, y éste es el mejor auxiliar de la ambición. En el deseo que el hombre tiene de aumentar
sus ingresos interviene tanto el afán de éxito como las comodidades que procura.
Por muy desagradable que sea un empleo, se hace soportable si contribuye a
crearnos una reputación en un círculo amplio o en uno limitado. Lo mejor de
todo sería conseguir un trabajo que nos parezca interesante, que realmente nos
guste, que nos desafíe, ya que de esta manera sería capaz de producirnos una
mayor satisfacción que el mero hecho de liberarnos del tedio. Incluso, esta
satisfacción podría extenderse exponencialmente si lo que hacemos se considera importante
para la sociedad, si deja una huella en las generaciones presentes o en las
futuras. Sin embargo, lamentablemente no siempre es así. No se puede afirmar
que todo trabajo de importancia haga feliz al hombre, lo que sí se puede
aseverar es que lo hace menos desagradable. En cuanto al arte, la facultad de
producir grandes obras va unida con alguna frecuencia, aunque no siempre, a una
desgracia temperamental tan grande que llevaría a sus creadores al suicidio si
no tuvieran el consuelo de su labor. Existen varios ejemplos al respecto. Uno
de ellos es el caso de John Nash, el matemático estadounidense considerado un
genio y que fue diagnosticado con esquizofrenia paranoica a los veintinueve
años de edad; pese a todo, obtuvo en 1994 el Premio Nobel en Ciencias Económicas.
Tristemente célebre también fue la vida tortuosa del magnífico pintor Vincent
Van Gogh, que padecía de trastorno bipolar y como consecuencia de su mal es
bien sabido que en un arrebato se automutiló, cercenándose la oreja. Otro genio
atormentado, pero esta vez de la literatura, fue Edgar Allan Poe, quien era
adicto al alcohol y presentaba síntomas de maniaco-depresivo.