¿Dónde está Dios, papá? ¿Quién creó el mundo? ¿Qué es el alma? ¿Existe
el cielo? ¿Y el infierno? ¿Qué es rezar?
¿Se puede ser bueno sin creer en dioses? ¿Se puede ser feliz sin creer en
dioses?
Son algunas de las preguntas –entre
otras más no menos interesantes- que algún día nos harán nuestros hijos acerca
de Dios y todo lo que tiene que ver con la religión. El economista y escritor
Clemente García Novella se tomó la tarea de responderlas desde el enfoque del
librepensamiento, ajeno al compromiso con cualquier religión, en su obra
llamada ¿DÓNDE ESTÁ DIOS, PAPÁ?, publicada a finales de 2012.
Fuera de las experiencias
similares que comparto con el autor, como el haber estudiado en un colegio
católico en mi infancia, considero muy acertadas las respuestas que dio a las
preguntas más importantes que todo niño (a) tarde o temprano acabará haciéndole
a sus padres acerca de Dios o los dioses. Aparte de su forma sencilla y amena
de exponer sus ideas y experiencias personales, es admirable la forma en que se
enfrenta a las preguntas y las responde con el más cuidadoso respeto posible,
dando una muestra loable de tolerancia y presentándose como un partidario de un
ateísmo que yo consideraría moderado en su expresión, sin ofender a los
creyentes pero sí, explicando las razones de su humanismo de una manera
contundente y firme, sin titubeos.
En sus palabras cito: “Los niños nacen ateos; son los adultos los
que les enseñan a creer en dioses e imprimen en sus cerebros las creencias
religiosas que ellos, a su vez, recibieron de sus mayores”. Me parece una
afirmación muy certera, sobre todo cuando nos referimos a sociedades hispanoamericanas,
a la cual pertenezco; ya que unos padres bautizados dentro del catolicismo,
sean muy devotos o no, les transmiten sus mismas creencias religiosas a sus
hijos, sin presentarles un universo de creencias alternativas a las cuales
poder elegir cuando alcancen suficiente madurez intelectual, o mejor aún, para
que decidan no elegir ninguna, optando por el ateísmo. Novella defiende el
derecho que deberían tener todos los niños, no únicamente católicos, sino de
cualquier país del mundo, a instruirse en los diferentes credos y tener la
oportunidad de quedarse o no con alguno, pero bajo una decisión informada y
consciente, lo que me parece muy justo.
También le concedo el peso de la
razón cuando asevera que “…la intolerancia
se cura viajando”. No cabe duda que el viajar y conocer otros pueblos,
otras sociedades, otras creencias, amplía y enriquece nuestra visión limitada y
“de burbuja” del mundo en el que vivimos, ya que generalmente la gente
desprecia con tanta arrogancia las creencias de otras sociedades que concibe como
inferiores y falsas a las de éstos, ignorando que lo mismo pensarían los
extranjeros de sus creencias.
Y cómo no admitir la veracidad de
que “en realidad la fe no da respuestas,
sólo detiene las preguntas”. Imagine que Aristarco, Copérnico y Galileo se
hubiesen conformado con que la idea de que la Tierra es el centro del universo -ya
que el buen Dios lo creó todo para beneficio del hombre-, seguramente no
tendríamos ni la más mínima noción de nuestro lugar en el universo y mucho
menos se le hubiese ocurrido a la humanidad emprender la exploración espacial.
Seguramente aún no se hubiese pisado ni siquiera la Luna. Seríamos muy
ignorantes si todos los grandes científicos de la historia se hubiesen resignado
con las explicaciones religiosas y mitológicas del mundo y sus seres vivos.
“No puedo creer en un dios que quiere ser adorado constantemente”,
es la frase que citó de Nietzsche. Es algo que imagino que raras veces se
pregunta un devoto ¿por qué mi amadísimo Dios, a quien trato de obedecer fiel y
cabalmente, necesita, me ordena, me invita (en muchísimos versículos de la
Biblia) a que lo adore todo el tiempo? ¿Por qué quiere que su criatura lo esté
alabando constantemente, como tanto les fascina también a los dictadores y
tiranos que ha conocido el mundo? Ese deseo es demasiado humano como para
provenir de un ser divino y perfecto, ¿o no? ¿Nunca se lo ha preguntado? Tan
pequeño es el ego y autoestima de ese Dios (o los dioses de cualquier religión)
como para requerir de la adulación Ad infinitum por parte de los mortales?
Por otra parte, me encantó su
respuesta a la interrogante “¿Por qué la
gente sigue creyendo en dioses?” A la cual responde “porque los mayores siguen enseñando a los niños a creer en ellos”.
Sencilla, directa y objetiva.
Entre los grandes pensadores y escritores
contemporáneos también “desfila” en su obra, el periodista, recientemente
fallecido, Christopher Hitchens, de quien recogió esta frase no menos brillante:
“Lo que puede afirmarse sin pruebas,
también ha de poder descartarse sin pruebas”. Ya que constantemente los
creyentes reclaman las pruebas que tenemos los ateos para negar la existencia
de Dios (es), tratando de esquivar cobardemente el hecho de que quien debe
probar la existencia de un ser tan fantástico como Dios, debe ser aquel que
cree en Él, con el que tiene comunicación directa (a través de la oración) o
indirecta (con el clero), la frase del inglés se antoja exquisitamente
pertinente al respecto.
Igual de inobjetable son las
palabras de Novella cuando escribe “Sin curiosidad
no habría nuevos conocimientos. Si no fuera por este tipo de personas, por los
curiosos, por los desobedientes a las supersticiones, aún seguiríamos creyendo
que enfermedades como la esquizofrenia o la demencia se debe a la posesión demoníaca”.
Pienso en todos esos enfermos infelices a los que se les interrumpió todo
tratamiento médico por instrucción de algún sacerdote, chamán, curandero o
brujo que aseguró que “su mal” no era ninguna enfermedad, si no una posesión
satánica, y que para su cura la medicina no tenía ninguna palabra. Y ya ni
hablar de todas “las brujas” quemadas en la oscura Edad Media.
El autor resume en tres los
grandes pilares que sostienen a las religiones: la existencia de Dios, la existencia
del alma y el libre albedrío. Aunque sean indemostrables los dos primeros, las
personas no han dejado de creer en ellos porque “queremos creer lo que nos resulta agradable y no queremos aceptar lo
que nos aterroriza. No queremos desaparecer en la nada. Queremos seguir vivos”,
afirma, y que nuestros seres queridos sigan vivos cuando mueran, concretando la
ilusión con el hecho hipotético de encontrarlos nuevamente algún día en algún
tipo de paraíso celestial. Son razones –ilusiones– muy poderosas para cualquier
ser humano, sin duda. Pero entre los tres pilares, los dos primeros que he
citado, considero, a nivel muy personal, que son los que requieren mayor fe por
parte de los creyentes, puesto que en cuanto al último pilar, el libre
albedrío, parece el más real, obvio y fácil de aceptar respecto a los demás. Estamos
muy acostumbrados a la idea de que podemos ejercer nuestra voluntad a nuestro
gusto. Somos libres. Incluso el mismo Sartre afirmaba que “estamos condenados a la libertad”. Movemos un brazo cuando
queremos. Elegimos entre asistir o no a un evento. Optamos por leer uno u otro
libro. Seleccionamos algún platillo en particular en el menú de un restaurante,
etc. Y esta sensación de libertad ha sido cómplice de la religión desde antaño,
pero ¿por qué? Bueno, según Novella, “para
que Dios sea un dios de bondad, no culpable de la crueldad y de los males del
mundo, entonces el hombre ha de ser libre”. Tiene sentido, ya que si el
hombre no tuviera la capacidad de elegir, se infiere –habría que profundizar un
poco más en esto para saber si realmente es así- que no sería responsable de
sus actos, y por ende, no tendrían sentido ni el cielo ni el infierno, ya que
no sería lógico castigar o premiar a un ser que en realidad no es responsable
de sus obras. Llegado a este punto, el autor confiesa que el para él la idea
del libre albedrío es una ilusión humana, asevera “…que el determinismo está en lo cierto: no somos libres de pensar y de
actuar como lo hacemos. Estamos determinados”. Según explica brevemente,
este determinismo puede ser cultural, social, familiar, educativo, psicológico,
biológico, genético, etc. Por lo poco que he leído al respecto, esto se debe a que
ciertos mecanismos, algunos más claros que otros, dentro del entorno en el que
nacemos y vivimos, e incluso a causa de nuestra propia biología constitutiva, nos determinan a actuar
de cierta manera, como si fuésemos un inmenso y complicado sistema algorítmico,
para el cual cada decisión nuestra podría ser predecible (conociendo todas sus
variables), ya que realmente las decisiones que tomamos son el resultado, no de
nuestra libertad, si no de una ponderación que se lleva a cabo en forma
inconsciente de la mejor opción que disponemos. Sé que no es fácil de digerir
para quienes nos hemos considerado aparentemente “libres” toda la vida. Algunos
aspectos de estos planteamientos son sencillos de intuir, como por ejemplo, el
hecho de que la inmensa mayoría de los niños latinoamericanos se sumarán a la religión
Católica, ya que están determinados de forma geográfica, cultural y familiar a “decidirlo”
así. Si al contrario, hubiesen nacido en un país árabe, casi es seguro que
adoptarían la religión Islámica. En otros aspectos de la vida cotidiana esta
teoría del determinismo no se vislumbra tan sencilla de entender, habría que
profundizar más en el asunto si se desea correr el riesgo de acabar sabiendo
que no somos libres, que la libertad como la entendemos la mayoría, es una
ilusión.
En fin, es una obra que vale la
pena leer y que recomiendo ampliamente, como un amigo lo hizo conmigo. Finalizo
presentándoles la declaración-invitación que hace el autor al inicio de su
libro:
“En matemáticas, en geología, en química, en literatura…podrán
encontrar conocimiento, saber, certeza. En cuestión de dioses, sólo opiniones.
Aquí van las mías.”